Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: noviembre 2012

Homo escritorus, Joaquín Planelles


Desprecio lo binario. Lo binario es insensible, lo binario es radical. Letanías de ceros y unos, como quien reza un rosario. ¿Usa gafas? ¿Lleva sombrero? ¡Zas! Un uno.
Frente al “ser o no ser” reivindico el derecho a ser sólo un poquito. Ser a medias. Ser a ratos, en un cierto grado de aquella manera. Frente al blanco o el negro declaro y defiendo que existe la escala de grises, con sus infinitos tonos intermedios. Frente al cero y el uno, los números racionales y los números imaginarios con innumerables coordenadas posibles dentro del intervalo unidad. Pues ¿Qué es la virtud sino un punto de equilibrio entre dos vicios opuestos?
Escritor o no escritor: dicotomía, determinismo, clasificación. ¡Zas! Un uno, titulado en caligrafía.
La Clasificación Nacional de Ocupaciones reserva el epígrafe 251 a los “Escritores y artistas de la creación o de la interpretación”. Los contadores contando a los cuentistas. Y he aquí el retrato robot: en el último censo 76 mil personas fueron clasificadas dentro del epígrafe 251. De ellos, la gran mayoría cursó estudios universitarios. Trabajan menos horas remuneradas que la media y son más jóvenes.
Leo esta descripción y dudo: ¿Sólo debe ser considerado escritor quien obtiene una remuneración por ello? ¿Debe ser el mercado quien juzgue? Hoy sé que el mercado nunca fue una masa anónima y democrática. La mano que asigna glorias y ruinas no es ni inocente ni invisible, sólo permanece convenientemente oculta en un pútrido laberinto de intereses. Yo ya no compro este cuento: crecí y perdí la máscara. Sé que en el mercado hay actores con capacidad de decisión-persuasión-imposición. Editoriales, medios de comunicación. La agencia de calificación trocada ahora en agencia de clasificación. ¡Qué genio del transformismo!
Visto desde el mercado un escritor es quien obtiene la mayor parte de sus ingresos en el ejercicio y venta de la escritura. De las opciones para discriminar entre escritor y no-escritor, esta me resulta de las más detestables. Y no porque la considere la peor, sino porque siempre me ha incomodado hablar de dinero. Privilegios de niño-bien.
Y afortunadamente no se ha inventado aún la licenciatura en escritura, porque esto sí que me enerva. De todas las formas de identificación de artistas que imagino, la posesión de diplomas o títulos habilitantes me parece la peor, la más esterilizante. ¿Hay algo más aterrador y anti-artístico que la palabra “conservatorio”?
Frente a los procesos de evaluación externa, reclamo incorporar al algoritmo de búsqueda de escritores la vocación del sujeto. Es escritor quien cree serlo. Frente al mercado, que identifica como escritor a quien está ocupado-remunerado, creo que tiene derecho a considerarse escritor quien ocupa su tiempo y sus ganas en la tarea de escribir.
Es más, en lo que a mí respecta creo que en pleno siglo XXI, imbuidos como estamos en tecnologías de la información y la comunicación, podemos considerar al hombre como Homo escritorus. ¿Acaso no nos encontramos todos alguna vez como narradores de nuestra propia vida y de lo que pasa a nuestro alrededor?
En definitiva, ¿qué cualidades específicamente humanas facilitan el arte de urdir y plasmar historias? Yo creo que la principal de todas es eso que los antropólogos llaman “observación participante”. Es decir, la observación desde dentro, compartiendo con los investigados su contexto, experiencia y vida cotidiana. De ese modo, se obtiene una imagen empática y sensible de cómo son sus vidas. Evidentemente los escritores no se desplazan físicamente a las comunidades en las que viven sus personajes, pero sí se produce una traslación imaginaria a su mundo.
Así visto, los Homo escritorus son la versión intuitiva de las ciencias sociales.
 

Arthur y el desarreglo de mis sentidos, Isabel Pérez


Escribir el ensayo de esta semana estaba resultando más árido de lo habitual. “Venga, cuéntanos, ¿cómo suelen ser los escritores?”, y yo qué porras sé. A los que conozco personalmente los cuento con los dedos de las manos (y sobran dedos), cada uno de su madre y de su padre. Sacar rasgos comunes y extrapolarlos a los millones de almas que han cogido una pluma con ánimo creador es hablar por hablar, y por mucho que se me dé de muerte, no acababa de convencerme. Después de varias horas tecleando sin dirección definida, tratando de sacar ideas de donde no las había, decidí que estaba lo bastante cansada como para dejarlo para otro día. Alguien había llamado no mucho antes para intentar sacarme a rastras del enclaustramiento voluntario, así que ¿por qué no? Estaba cansada de pensar y necesitaba acciones mecánicas: vestirme, darme dos brochazos de barniz, abrir la puerta, cerrar con llave al salir.
La ciudad, de noche, en otoño, tras la lluvia, es fría y translúcida. El aire está tan limpio que expande nuestra visión panorámica, hace reverberar el repiqueteo irregular de nuestros tacones sobre los adoquines, nos arrolla al saltar de local en local. En cada estación se nos va embotando la percepción progresivamente, cayendo los sentidos como fichas de dominó. Primero, el gusto se atrofia y ni a mí, ni a mis compañeras del gremio de los  embudos con falda, nos empiezan a decir nada los matices del sabor a antiséptico. El sonido se diluye y cualquier ritmo se acompasa con el latir de la sangre en nuestros oídos; las imágenes peregrinan tan vívidas que simplemente no somos capaces de asirlas. La masa informe de seres humanos deshidratándose a nuestro alrededor se vuelve inodora, e insípida. Su conciencia entumecida también afloja la mordaza de sus instintos, pero nada nos molesta y muy poco nos importa.
Hay una franja de tiempo, entre la hora en la que deja de ser prudente pasear dando tumbos y la hora en la que sale el primer autobús, en que las calles fuera del centro neurálgico están prácticamente vacías. La lluvia ha borrado a todos los valientes, hace el frío justo para intimidar a los intrusos y para recordarnos que una retirada a tiempo es una victoria. La parada de taxis está desierta pero yo no tengo demasiada prisa: me despiden con más risas y tres manchas de carmín en cada mejilla; y mientras se alejan las tres figuras tambaleantes se va diluyendo su cháchara y el estruendo de sus botas cortas en el zumbido del silencio relativo. Me siento cerca del poste, en un sitio relativamente seco, sobre la pared (mantenerse en vertical es un riesgo sensoperceptivo que no estoy dispuesta a asumir), con la mirada perdida en el lateral semidesnudo de la catedral. No debería de tener que esperar mucho.
Un soportal está llorando sobre un charco cada cinco segundos. Si yo fuera una bacteria nadando en el agua cada gota provocaría un maremoto apocalíptico. Acerco el paraguas en miniatura completamente extendido y lo arrastro sobre el cemento inundado, sin motivación ninguna más que mantener las manos ocupadas. Empecé a escribir mi nombre con caminos de agua, mientras me preguntaba si eso contaba realmente como “escribir” (en el gran, augusto e insondable sentido de la palabra). Si fuese un paramecio, iría nadando con mis diminutas patitas y remos por los canales recién creados, como fiordos excavados por siglos de hielo y piedra, y me preguntaría de dónde habrían salido. ¡Maravíllate, primitiva criatura, del verbo y su poder creador! Me asombré por un momento de mi propia divinidad, pero al hiperextender el cuello y cerrar los ojos se me pasó enseguida. Al abrirlos no hubo cielo, sólo esa luz onírica de las farolas me pone de los nervios y que forma libélulas de chispas al entrecerrarlos. No está ayudando a mantenerme despierta, ni la luz ni mi sangre tóxica. Al respirar te llevas toda la lucidez en cada bocanada: aspiras más nitidez que oxígeno, hasta que se agota. Miré hacia abajo, y mi nombre en agua se había desbordado.  
No sé cómo tardé tanto en fijarme en la figura que estaba esperando a pocos metros a mi izquierda, a cubierto. Como un resorte me estiré la falda y me incorporé en una postura no mucho más digna, aunque aquel individuo pareció no percatarse. Haciendo un vago examen visual, parecía un chico poco más joven que yo, con el pelo rubio, desordenado. Miraba fijamente hacia delante ofreciéndome un perfil marfileño decididamente guiri,  haciendo caso omiso de mi presencia. Bueno, eso no tiene nada de extraño. Lo que verdaderamente llamaba la atención eran que iba vestido como un dandy decimonónico un tanto descuidado: traje de chaqueta oscuro, pañuelo borgoña al cuello, bastón inquieto en una mano y la otra en un bolsillo. Vamos, un personaje. O tenía tal jet lag que se había adelantado dos semanas a Hallowe’en o era otro pequeño aspirante a esteta, teatral hasta la náusea, de los que abundan cuando se pone el sol si sabes dónde buscar. Sea lo que sea, está bien conseguido. Normalmente no pasaría mucho tiempo observando a un desconocido, pero en ese momento me daba un poco igual. La siguiente farola estaba demasiado lejos, y los contornos se volvían momentáneamente definidos para luego difuminarse otra vez… no, espera, creo que soy yo y mis ojos empañados. Haciendo un esfuerzo se adivinaba bajo su ojo visible una sombra enfermiza, de  melancolía añeja; y los labios apretados disimulando… ¿eso es una media sonrisa? De diario, eso me habría devuelto un poco del decoro y habría apartado la vista, pero no era el caso, así que aguanté unas décimas de segundo mientras exalaba una bocanada de aliento blanquecino.
—“Exhalar” lleva h —habló sin girar la cabeza, sin casi mover los labios, con un ligerísimo acento difícil de ubicar por lo leve (una “e” un tanto ambigua, una “r” más gutural de lo usual), pero que distrajo a mi cerebro un momento antes de procesar lo que acababa de oír.
—... ¿Disculpa?
El desconocido se volvió hacia mí. No tendría más de 18, la mirada acuosa, seria, pero con la boca en tensión por la sonrisa contenida.
—Sé que lo sabes, pero eso no te va a servir de excusa.
Apoyé la espalda sobre la pared y me di cuenta de que tenía frío. Eso está bien, me ayuda a despejar el recorrido de las ideas. Aquel chico seguía mirándome, con toda la calma del mundo, esperando una respuesta. Aquel rostro imberbe me empezó a parecer vagamente familiar. Intenté recordar, pero la mitad de mis caminos neuronales estaban cortados por obras.
—¿Te conozco de algo? —pregunté, cuando finalmente me di por vencida.
Me regaló una franca sonrisa y se acercó con deliberada lentitud, hasta apoyarse sobre el Volkswagen negro aparcado frente a mí.
—Sí —dijo finalmente, mirando hacia abajo mientras daba golpecitos al suelo con su bastón. Luego levantó la vista—, se podría decir que tú me conoces a mí.
—Pues…lo siento, ahora mismo no le recuerdo.
¿De dónde porras había salido ese chaval? No es que yo sea muy dada a entablar conversación con desconocidos, pero aunque era un individuo curioso no dejaba de parecer… inofensivo.
Él chico ladeó un poco la cabeza, y algunos mechones rubios cayeron desordenadamente uno sobre otro en su hombro.
—No es que me extrañe, aunque de eso tampoco hace tanto tiempo. La verdad es que no hemos tratado demasiado desde entonces.
—¿Quién eres? —era demasiado tarde y estaba demasiado cansada para tanto secretismo y tanto jueguecito. Pero él se limitó a sonreír.
—Es una buena pregunta. Quién, qué o cómo soy, ¡como si todo eso formara un bloque único, fosilizado y estático, que me perteneciera por derecho propio y obedeciera a mi naturaleza, a mi voluntad y a mis actos! No, señorita. Si quiere una respuesta rápida: «Je est un autre». “Yo es otro”.
—Eso es de… —sabía que había escuchado eso antes en algún lugar.
—De monsieur Rimbaud, para servirle —hizo un ademán de reverencia mientras se quitaba un sombrero inexistente—. Y siento repetirme tanto, pero me imaginé que reconocerías antes un conjunto de palabras que un conjunto de rasgos.
Todo aquel teatro estaba resultando bastante extraño, pero todavía más divertido. Miré un momento hacia el final de la calle: ni rastro del taxi que estaba esperando. Así que, ¿por qué no seguir el juego?
—Oh, Arthur, eres tú. No te había reconocido, has crecido tanto y te ha cambiado tanto la voz, muchacho… —comenté con la voz más afectada que pude y con una sonrisa social de oreja a oreja.
—No estoy bromeando —no, no tenía cara de estar bromeando. Más bien parecía empezar a impacientarse—. Y no eres la más indicada para tratarme como a un niño. Ya sé que no me has escuchado nunca, pero sí que me has leído y eso es suficiente…de momento.
Busqué en su cara algún mínimo signo de chanza, pero no lo encontré. Sus ojos claros realmente no tenían nada de amenazante, pero se clavaban detrás de los míos. No sabía quién o qué era ese personaje, pero no iba a quedarme allí para averiguar hasta dónde llegaba el delirio de grandeza.
—Bien, pues —titubeé mientras hacía por levantarme, no sin dificultad— me temo que tendrá que quedarse en eso porque se me está haciendo tarde y tengo que…
—No, no tienes que —interrumpió con un tono neutro que no acabó de tranquilizarme, pero que me hizo congelar el movimiento de verticalización—. Y si soy yo lo que te incomoda, que lo soy, no deberías preocuparte. No puedo ni quiero hacerte daño, sólo he venido a hablar —alzó una ceja rubia casi inexistente—. Aunque pudiera, ni siquiera pensaba tocarte.
Quedó en silencio mientras yo volvía a dejar los huesos sobre la acera. Lentamente, sin movimientos bruscos. Lo más angustioso de todo es que mi cabeza empezaba a funcionar y ya había ubicado mentalmente su cara. Detrás del dèja vu se escondía una desgastada fotografía en blanco y negro, la misma mirada perdida, el mismo mohín de niño hastiado, la misma redondez infantil de las facciones.
 La sombra de su nariz sobre la mitad de su cara, con el aura casi sobrenatural de la luz artificial, los rasgos difuminados contra el perfil de la catedral… terminaron por inquietarme del todo.
—… ¿Qué… —quería parecer tranquila, manejar la situación, pero ni siquiera sabía qué quería preguntar. O si quería una respuesta.
—Ya lo he dicho antes —suspiró con impaciencia, antes de que se me ocurriera algo más—. Pero si te ayuda a tranquilizarte, digamos… digamos que no lo soy. Que soy  algo que se le parece bastante, pero que no es —debió de notar la confusión de mi cara, porque suavizó el tono— Chérie, deberías saberlo mejor que yo.
Estuve unos segundos en silencio, observando con toda la calma y diligencia que era físicamente capaz (no demasiada). O se trataba de una broma pesada y absurda, o… Tal vez fuera la sugestión, pero ahora que lo había dicho sus facciones encajaban a la perfección a mi imagen mental construida hacía ya bastante tiempo…encajaban demasiado bien, de hecho. Parecían más bien la misma imagen, una copia dentro de mi cabeza y la otra… la otra fuera.
—¿Eres una alucinación?
Sonó ridículo en medio del silencio. Sin embargo, aquel joven pareció tomarse en serio la pregunta, echó la cabeza hacia atrás un momento y soltó un suspiro casi imperceptible.
—Es una posibilidad, sí. Pero la experta en nosología de las alteraciones sensoperceptivas eres tú —apuntó con cierto retintín burlón—. Yo… digamos que tengo otro enfoque, ya sabes. «Le poète se fait voyant par un long, immense et raisonné dérèglement de tous les sens» “El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos” —y diciendo esto, sacó de su bolsillo una copa de cristal llena de un líquido verde brillante, y me la ofreció.
—No, gracias. Ya estoy servida
Soltó una carcajada ruidosa, como si hubiera dicho algo verdaderamente gracioso.
—Si tú lo dices, tendré que creerte. Pero dudo que estemos hablando de lo mismo —siguió riendo, antes de llevarse el borde de cristal a los labios y apurar la copa entera. Luego la devolvió a su bolsillo, aunque  hubiera jurado que era físicamente imposible meterla en un espacio tan pequeño.
Pero lo que más me sorprendía era lo tranquila que estaba ahora. Tal vez al día siguiente todo resultara haber sido un sueño, no mucho más extravagante que cualquiera de los sueños estándares míos. O quizá me convulsionara la idea de haber tenido una crisis alucinatoria tan compleja. Pero en ese momento, ante las otras opciones (estar en una calle desierta charlando con un megalomaníaco descompensado, o con el espectro de alguien muerto hacía un siglo), sonaba bastante tranquilizador. Relajé un poco los hombros y me apoyé totalmente sobre la pared. Lo cierto es que empezaba a sentir esa indolencia casi anestésica que mezcla sueño con concentraciones decrecientes de etanol, y que lo que verdaderamente tenía era curiosidad insana.
—Bueno, ¿y qué haces aquí?
—Necesitabas un sustrato, ¿no? ¿Cómo era eso? Sustentar tus ideas con las ideas de otro alguien que las hubiera escrito antes. Digamos pues que yo soy la respuesta, un modelo a imitar…. Aunque también puede que esté aquí para que desempolves ese ridículo francés tuyo —me guiñó un ojo y esta vez tuve que reírme yo. Maldito crío—. Podría haber venido otro fulano lo bastante encumbrado como para servir de ejemplo, luego, pero se ve que ésta es una situación idónea para que yo entre en escena. O al menos, lo más idónea posible tratándose de ti. No me mires así —me estaba empezando a cansar de aquel tono de condescendencia—.  Te habría gustado seguir mis pasos como dios manda, no lo niegues, petite bohème de postal.
—Llegas un poco tarde, ya soy mayorcita para eso. No tengo 17 años —solté casi sin pensar, y con toda la madurez y buen juicio que me proporcionaba mi puñado de años de más.
—Yo sí los tengo —replicó secamente—. Y nunca me habrás visto usarlos como excusa.
—…cierto. Lo siento.
—No lo sientes, mentirosilla —espetó, aunque enseguida su rostro volvió a tener esa expresión paternalista que casi me ponía de los nervios—. No es un reproche. «Le poète est vraiment voleur de feu», un “ladrón de fuego”. Pero tú... tú tal vez seas algo más que poeta y puedas hacer incluso más.
—Con llegar a ser sólo eso me podría dar con un canto en los dientes.
—No te lo crees ni tú. Pero tendrás que mentir bastante mejor que eso. Imagínate, ¡ponerle color, sonido, textura a lo que nunca ha existido! ¡Darle voz a quienes aún no han nacido! O peor aún —sus ojos chisporrotearon en ironía— coger de bajo los brazos a quienes sí nacieron, dejarlos caer sobre otro mundo y darles un guión, llenarles la boca con palabras que jamás dijeron.
—… ¿Va con segundas?
—Puede —inclinó el cuerpo hasta que su nariz quedó apenas a dos cuartas de la mía, con los ojos entrecerrados mitad desafío mitad juego de niños. Parecía completamente corpóreo, pero el aire que salía de su boca estaba frío— Hacerme aparecer, y retenerme aquí… hay quien casi lo catalogaría de blasfemia.
—¿Cómo que “hacerme aparecer y retenerme aquí”? ¡Has venido tú solito!
Le aguanté la mirada durante un puñado de segundos, sin parpadear.  Al final, fue él quien se tuvo que retirar para volverse a apoyar sobre la ventanilla del coche. Eché la cabeza hacia atrás, triunfante, aunque sabía que no había sido una victoria ni mucho menos.
—No, chérie, no he “venido yo”. Estoy aquí porque tú me has convocado. Y como cualquier otra cosa que haya salido de tu cabecita, ahora soy tu responsabilidad. No puedes lavarte las manos tan fácilmente: si no puedes asumirla, ya sabes lo que tienes que hacer.
“Sí, largarme de aquí antes de que acabe loca del todo” pensé mientras buscaba con la mirada un taxi que no aparecía.
—¿Loca? No tendría por qué ser un problema —dijo lentamente, bajando el tono—. De hecho, podría ser una ventaja. Una visión privilegiada —abrí la boca para protestar pero me calló con un simple ademán de su mano blanca—. Sí, lo sé, no es algo con lo que frivolizar. Pero si hay algo que necesitas, que necesitamos, es una sensibilidad y entereza excepcionales. Tú tampoco estás por encima del sufrimiento, real o fingido, innato o precipitado… tienes que atravesarlo, y dejar que las llamas te consuman hasta la médula, pero no como un medio para renacer luego, sino por la mera transmutación a ceniza.
—Deja de leerme el pensamiento, es muy incómodo.
Su cara se iluminó, como si esperara el comentario desde hacía tiempo
—No “te leo el pensamiento”. Más bien diría que estamos en sintonía, y que me llega la elaboración que vas haciendo de tus sentidos y tu psique… siempre y cuando esté en un lenguaje que pueda entender —se quedó pensativo un momento, luego sonrió y continuó—. Tu también podrías “leer” mi mente, con la actitud adecuada. No “leerme”, qué demonios. Más bien “pensarme”. Yo realmente no pienso, ya sabes : «C'est faux dire ‘Je pense’, on devrait dire...
…’on me pense’». “Alguien me piensa”. Sí, ya lo sabía… pero no sé si me veo capaz y con derecho a hacerlo.
Una bocanada de aire dobló la esquina e hizo un vórtice de las hojas muertas en la acera que se habían secado lo suficiente como para dejarse llevar. Luego subió como una enredadera desde sus zapatos desgastados hasta su expresión hierática de Gioconda esculpida en cera viva.
Tu me penses. Literalmente.
Y justo allí, sólo un paso más allá de la frontera con lo figurado, esas cuatro palabras me atravesaron. Tal cual. Dejaron mi silueta dibujada sobre la pared a mi espalda,  interpuesta entre el relámpago y el papel fotográfico, y se escribieron mediante perforaciones de mis órganos. Saliendo de mi cuerpo y mirando hacia atrás, pude verlas: trazo a trazo, el punto final y el maremágnum de colores, texturas y formas, sonidos y olores orbitando alrededor de ellas (¿era eso de lo que él hablaba, de la consonancia de frecuencias?). Acerqué una mano para tocarlas, pero se escurrieron por la yema de mis dedos como un pez resbaladizo.
Al parpadear ya no estaban. Sólo aquel chico, saturnino y con ojeras, y yo. Sacó de su bolsillo un reloj, y extendiendo la cadena plateada, y lo consultó con calma.
—No le des más importancia de la que tiene —musitó mientras volvía a guardarlo y giraba la cabeza hacia el final de la calle. Al zumbido de un motor de combustión que se aproximaba—. Se ha hecho demasiado tarde. Espero haberte sido de ayuda para aclararte las ideas… o al menos, haberlas enredado de manera productiva. «La vieillerie poétique avait une bonne part dans mon alchimie du verbe» —fue diciendo mientras se incorporaba y se dirigía la bocacalle, dándome la espalda—. Sólo que ahora yo soy la antigualla poética. Y la alquimia del verbo, es la tuya: ya tienes los elementos, así que dale uso.
Mientras iba hablando, sus palabras me bombardeaban en la cabeza. De alguna manera su imagen íntegra se disolvía en el sonido para desplegarse detrás de mis ojos, hasta la última coma. De pronto todo encajaba.
No iba a dejar que se fuera diciendo la última palabra, así que llené el cargador y disparé mi último cartucho:
—¿Siempre entrecomillas tus propias citas?
 Paró en seco y giró la cabeza. Unos pocos grados. Sólo lo suficiente para mirarme de reojo y regalarme un cuarto de sonrisa.
—Nunca lo he hecho, pero a ti, señorita… más te vale hacerlo.
Antes de que el aura de los faros del taxi llegara a rozarme los tacones, él apoyó el bastón sobre su hombro como un soldado prusiano, recorrió sin prisa el adoquinado, dobló la esquina, y desapareció.
Me levanté como pude con las piernas entumecidas, abrí la puerta a tientas y me senté en la desgastada tapicería. Musité un “buenas noches” y mi dirección, a lo que la cabeza en el asiento delantero se limitó a asentir y ponerse en camino. Al recorrer la calle y cruzar la perpendicular, miré hacia donde aquel chico se había ido. Ni un alma en toda la avenida.
¿Y qué se supone que tengo que hacer tras una vivencia como esta?
—Disculpe —dije al final, apoyando los antebrazos sobre el respaldo delantero—, ¿tiene un bolígrafo?

Soy mía, Marav de Jota

Soy mía.
Soy quien elijo ser.
Soy hoy más que ayer.

Hoy puedo volar si así me lo propusiera.
Puedo anclar en este puerto, o remar hasta otra orilla.
Puedo sumergirme bajo las olas y traerme a casa las perlas de cada ostra.
Quiero ser quien soy desde la temprana hora en la que mi despertador me invita.
Me visto del personaje principal, con mi gran capa voladora escondida bajo mi abrigo gris.
Dejo el abrigo en el suelo, echando el vuelo, callejeando sin mensaje alguno en pico alguno.
Hoy soy quien se dejó el guión de una monótona historia en las rocas de un acantilado, donde tú…
Hoy soy quien deja las melodías en los altavoces de alguna terraza de verano, para que dos enamorados den sentido a sus besos.
Hoy puedo ser la vela de un barco que navega a mares escondidos, donde ni siquiera los piratas plantearon saqueo alguno.
Hoy puedo ser el tiempo lluvioso, dejando en cada gota las palabras que sólo tuvieron sentido en una historia inventada por una niña soñadora.
Hoy puedo ser el hostil huracán que sólo aparece para arrancar de la tierra las semillas regadas por una falsa ilusión, con una espada cargada de intenciones.
Puedo ser lo más simple en un pequeño frasco de cristal, con la dosis de veneno más potente, el arma mortífera derrotando al batallón de pesadillas que intentan acabar con el cuento.
Mañana igual soy tú, para entender así cada movimiento en falso, o cada letargo que se apoderaba de tus maneras para acabar durmiendo hasta bien tarde, hasta que todo pase y de nuevo….no hacer nada.
Se me antoja ser la lujuria en su paseo nocturno, burlándose de aquellos dementes que pierden la voluntad por un rato de placer sin mesura, abandonando sus casas, olvidando el número del portal, para perder la vida en una sola noche. Puedo ser la espada que atraviesa lo que queda de un corazón que ya no se siente en vilo, o la costura de cada una de sus heridas, puedo ser el antídoto a su dolor, el tiempo suficiente para que ya nada duela, la voz como consejo o el silencio como alimento.
Pudiera ser el suspiro de una mujer, liberado tras su asfixia, alzando el volumen como reclamo al tiempo en prisión, expandiendo su venganza a cada Reino dominante, con el único fin de aplastar la mano que se levanta para acabar en el rostro de una bella prisionera.
Sueño ser el momento decisivo, la palabra oportuna, el minuto preciso, la coordenada perfecta. El alimento necesario, el antídoto a la desconfianza, un ejército sin puñal, incluso la armadura de chocolate. La suave brisa, la canción de la película, el remanso ideal, la horquilla para un mechón rebelde, el “sí quiero”.

Puedo ser quien elijo ser, puedo ser la serpiente que incitó el mordisco, o ser la que acabó mordiendo la fruta. Puedo ser la durmiente ajena a su belleza, el viento llevando en su mano la hoja, el aroma de los días mojados, la cortina que separa a dos amantes… El escondite de los espías, el acorde deseado a la versión de mi vida, la coordenada que ubique mis miedos en una isla escondida, los besos matutinos. Puedo ser mi propio abrazo, mi refugio, mi motivo, razón, mi anhelo… mi único y gran amor.
Puedo despertar con la intención de ser Norte y mañana querer ser el Sur, puedo echarte de menos en un segundo y sentir alivio por no tenerte ya el resto del día.
Puedo contar mi historia con la más delicada intención, o por el contrario, sentirme incapaz de rescatar palabra alguna que se acerque a la dulzura.
Puedo ser la amante perfecta, la esposa entregada, la cara o cruz de una moneda y mantenerme firme en el suelo que piso. Puedo poner la otra mejilla o atacar antes de ser derrotada, puedo vestirme de la noche y del día y seguir de pie sin intención de caer en pozo alguno. Puedo reírme hoy de lo que ayer me hacía llorar, y aún así, soy yo, en pura esencia.
Puedo recorrer los mil callejones que lleguen hacia ti, con el único fin de alimentarme de tu abrazo, o quedarme aquí callada, como si el pan de mi cocina fuese lo más importante. Puedo vendarme los ojos y no perder el camino que me conduce a ti, o puedo elegir abrirlos y no dar un paso allí donde tú respires.
Soy yo, la misma de siempre, ¿me ves?, ¿reconoces mi voz?, sigo siendo yo. Las lluvias hicieron su trabajo, la tierra se humedeció, y brotaron margaritas entre palmiras, pero no he dejado de sembrar semillas, no he dejado de coleccionar aromas, jamás dejé de ser lo que hoy me mantiene en pie, sigo siendo fiel a mis reflexiones en voz alta, a mis escenas de película organizadas en mi cabeza, sigo siendo una batalla de pensamientos… Sigo aquí, por mí, en mí.

Retales de piel en epopeya sin héroe, Anar Reina

Soy
buscándome
expuesto inverosímil
en mujer que no va tentando,
ni aclara paso a paso las cómodas preguntas,
ni quiere alta voz con plus-fidelidad, ni desde ultratumbas.

Que para la paz, el enojo se marque febril, pero yo esté con voz queda y silente.
Y aun dándome risueña, se me tuerce en agravio y mueca
si no es clara tu verdad, tu mano, tu beso y tus ojos
escapan, y pliegos quedan en biombo japonés.
Y sentenciando entonces mi palabra
“Ne me quitte pas”
¡Mentira!
Es mejor que te vayas,
ya no serán las oscuras golondrinas,
no hay pereza supina que supere mi credo.
El albor ha llegado, cristal de seda límpido que me seduce,
ya llega la mañana y ahora, sí, juego con ella, no me interrumpe.
Soy sólo yo, líbera de inmediato, asustada de trayecto, pero de fácil remedio,
y que me quede el olvido en justa ambrosía y deidad,
para estar en alturas y así poder valorar,
que lo que se da, no se puede quitar.
Y lo que ya fue perdido,
con otras formas,
se recuperará.
Y en tiempo.
Razón.
Amor.
Amor, no,
ése justo, astuto,
hechizado que me habla.
Por hablar conmigo misma sin espejo,
por el ala aleve que me dio el influjo musical;
aunque el Hada Armonía no entiende de cuentos
ni sabe chino mandarín, es esquiva, no cata ritmo alguno,
es voraz, devora-caníbal, hecha de jirones mandatarios.
Me enjugo en vinos para tener palabras que me sequen la vergüenza.
Ya en Los raros, Rubén Darío, se ensalzaba en decir que los suspiros vienen,
como la fusta de Lou Andrea Salomé, y unos labios de otro que ya son míos.
Me habita la pasión del otro, el depósito filial de sentir la conmoción de una mutua pasión.
Hoy el destello serpentea la estela de muchos, de tantos, de pobres, de gente en su victimario,
perpleja, como el arco circunspecto que atávico te para y te deja ir en una única dirección,
espiral de vida agotadora, la miro helicoidalmente, y me da hélices con salsa fungí.
Su sueño no era volar, su sueño no era, se deja la com-pasión y al otro,
se sumerge el tiempo en lo divino, en lo arcano y disciplinado
en epopeya de tus ojos, tengo en mi voz el azul de tu mirada
y te tomo una foto en un retal de piel despojado,
en un lugar ponzoñoso de propio castigo.
Luego, dictaminaremos de foto ficción,
y recordarán la espuma-sol,
frenetismo a razón.
Se quedó,
Allí,
no sé decir,
cuántas mujeres
llegaban al altar de Quevedo
ni convidaban a su boca en envés,
perlas ya no son, desbocadas pues.
Si mañana sigo y puedo volver sin más,
ganancias tendré de perdidas vetustas batallas, hoy nuevas.
Llegará el nimbo y la luz remota, el salir de las aguas, PLACER,
placer que no se toca para desmenuzarlo ni para despedazarlo,
se queda sin más, es gran incrédulo del márketing,
se siente, es un átomo pretérito, no divisible
Está hecho de fe.
De lo dado,
de lo mío.

Olfato, miedo y deseño, Anar Reina

ANTES DE...
El hielo huele a nada. Nada era lo que me decía mi madre ante mis preguntas de niña enfadada. Mi infancia no tenía olor. Miento diciendo que el hielo huele a nada. Puede oler a casi cualquier cosa que se pueda imaginar. Se contagia. Huele al congelador que lo abraza, que lo blande entre carnes. Entre piezas de pan sin tiempo para el mordisco fresco del día a día. Nada que ver con ese pan que vas a comprar al bakery. Donde la armonía entre levaduras y manos que van haciéndose con harina y agua te llevan a elegir el de corteza más suntuosa. El que supones pedazo más crujiente que llevar a la boca.
Eso quiero, llevarme un pedazo a la boca, justo el pedazo que yo haya elegido. Sólo ése. Y no, no soy como el hielo. Huelo lo que siento, siento lo que huelo. Mi nariz está donde no me supe en mi infancia, por eso, quizás, puedo olerlo... casi todo. También me huelo a mí. Mi olor.
El olor más sincero es el del miedo, no se camufla. No se adorna bajo perfumes. Es; y me aleja, y me acerca a mí, al otro. Siempre lleva almizcle. Se sabe sereno. Sin embargo, enseña el colmillo como el can que también todo lo huele, y ataca para defender su miedo. Es un olor humano, inhumano, que se descompone en primas de mercado y espectros. Alcanza el jazmín, la hierbabuena empapada en limón, el sándalo y la fresa. Se torna, sacudiéndome, en la certeza pútrida y enquistada del jazmín, esa muerte apétala que no quiere morfosintaxis de la conjugación futura. Sólo sabe del lóbrego pretérito. Lo sabe allí, en aquel cuarto sin luz donde mueren cada día sobre el blanco platito, blancos dedos olorosos recogidos del jardín. En ese angosto lugar, alguna vez pedí con voz secreta y, otras, recé que pudiera ser capaz de hacer lo que tanto temo. Pero entonces no sabía que sólo yo podía tener el empuje para hacerlo. Que nadie me tomaría la mano para llevarme a lugar alguno donde encontrar lo que busco. Que las magnolias de Cernuda y los pocos sabios que en el mundo han sido de Fray Luis tienen que haber servido para algo más...

DESPUÉS DE...
Eternizaba el pálpito allí en la misma acera. Se me quedó denso en la mirada, pum-pum, pum-pum, pum-pum... Me supo a minutos de sándalo. Cerca de ti y en el centro del cuerpo un leve toque de lavanda. Y ocurrió en segundos. Lejos, a sólo menos de medio metro. Podría haberlo medido en particiones escolares, a dentelladas de olfato, mi distancia, la tuya, el perímetro, el centímetro cúbico. La remembranza a ese olor a plastilina incorruptible, a esa infancia niña de escolares, temerosa. Ahora no es tan maleable. Ahora es evanescente, como pulverizada y desconcertante en miles de partículas quietas en aire caliente, que saturan la nariz salpimentándola hasta el estornudo. Se queda abierta la carne, se esparce, se desintegra ¿Quién no conoce el dolor infinito de lo que jamás vuelve, de lo que deja el olfato estéril y el alma cogida en ramillete de lilas, vieja, olvidada...? Sentí prieto el estómago, me ahogaba el deseo anestesiado por el acíbar del formol que se queda en frascos para siempre. Hiriente en mi repugnancia. Un deseo incombustible al que no le da la luz, para que se haga quedo, para que no se contagie, para que no sepa. Para que siga diciendo el olor de todo con la pulcritud de una glándula minúscula.
Me duele el olor, el olor de haber pensado que lo que deseo jamás llegará, que se irá en cuanto se sepa deseado. Pero está, él está ahí. Está aquí, ahora. Ya. Y no quiero. No quiero sentir que es la esencia misma del perfume de mi vida. Me vacío por dentro para ignorar su verdad, su presencia. Y de nuevo, sola y confusa, me habita un perfume a narciso. Quedándoseme encenagados los efluvios a primavera tardía, frustrada. Tan falta de emoción, pero de raciocinio perfecto. Ese narciso que sólo se sabe a sí, con pedazos de espejos mirados, recompuestos sin pasión. Donde esperanza acostumbraba a dejar lágrimas con salitre alcalino, rancio. Lágrimas sin verdad. Como cuando un jeroglífico se desencripta sin la abrupta sofisticación de la leche de burra de Cleopatra. Cuando no hay verdad. Alicia no podrá seguir buscando el camino correcto. Tu deseo es sólo tuyo, es sólo mío. Mi nariz no sabe de tiempo, que no da para el tiempo. Y yo estoy aquí. Ya. Él está, pero lo hago volátil. No hay modo de asirle. Me llega la dulzura del lácteo, lo esponjoso del pan, el éxtasis de la rosa, la miscelánea de la tradición, de la novedad, el olor a clavo de la estrella fugaz. Es posible que NADA a veces siga oliendo a frío, al miedo al deseo. Al destierro yermo de mi soledad en compañía. Y que deseo tenga miedo de sí mismo.

¿Hubiera pedido Flaubert, si hubiera vivido en nuestros tiempos, un cambio de sexo para ser finalmente Madame Bovary?, Anar Reina

Preguntábase en ese momento si la laca fijadora de su bigote sería suficiente en eficiencia como para no desentonar entre tanta hombría ¡Qué petulancia! Ocupaba tiempo entre sus pensamientos la armonía en el estar, especialmente, entre todos los médicos que a su alrededor se encontraban. A fin de cuentas, aún era un gentleman, y así iba a trabajarlo hasta el último momento. Estaba preparado para comenzar a ser mujer, Emma ya vivía en él desde hacía mucho. Se habían esbozado en un solo corazón a fuerza de entrelazarse y alborozarse en confindencias. Allí, sobre aquella camilla, bajo la observación de médicos residentes que no querían perderse la ocasión, tendría lugar la conjunción de almas en un mismo cuerpo. Bisturí, anestesia lista, camilla XXL. Invaginación procurada. Esos doctores habrían de hacer una verdadera descojonización.
Emma siempre había pensado que Gustave, ese mismo que ahora estaba sobre la camilla, era el hombre más especial de la tierra. Jamás ni un indicio de la virilidad que ostentan muchos hombres, ni eludir si quiera a ese poderío del que presumen algunos, de tan dudoso origen. Un hombre increíble a sus ojos bovarianos. Tal vez su mamá, siendo aún él bebé, jamás le hubiere dicho eso de: ¡qué cojones más grandes tiene mi niño! Y es que esas frasecitas pueden dejar impronta mayúscula, más de uno hay acomplejado…..Y eso que dicen que la memoria del niño es limitada.
Gustave gustaba de la justa palabra……tout a la medida….Él mismo se fascinaba de su egocentrismo, le daba continuas patadas a la medida aúrea. Sólo de pensar en cómo sería ser mujer, físicamente una mujer, se estresaba. Temía que al mirarse las tetas, mientras caminaba, pudiera ponerse bizco, bueno después de tanta operación, bizca. Y es que quería caminar hacia la perfección.
La entrega, el sacrificio eran sus principales armas, como una gran Madame. Desde pequeño ayudaba a su madre en la hora del té, a untar los panecillos con mermelada de albaricoque. Ella siempre le hablaba entre tanto, de los miles de sufrimientos que le hacía pasar su marido, su aburridísimo marido. Vamos, el padre de Gustave. Él siempre oía con las orejas sordas la parte que correspondía a su padre. Lo cierto es que no recordaba haber cruzado más de una veintena de palabras con él. Pero su madre, su discurso almibarado, su entrega al sufrimiento y la desdicha, le hacían disfrutar con prohibitivo gozo aquellos momentos en que ella ni se percataba de su pequeño interlocutor. Un interlocutor al que se le cruzaban los hilos ya fríos y cortantes del almíbar que quedaba en suspenso. Gustave acabó comiéndose a mamá. La llamó Bovary y se convirtió al bovarismo con todo su cuerpo y alma.


Vecindad, E. de la Huerta

Un día, volviendo del trabajo y de la compra, ves a tu vecina Emilia (según tus cálculos, andará por los sesenta y cinco años). Te planteas esquivarla, no porque sea antipática, sino porque las conversaciones con ella son demasiado largas, y tú estás deseando llegar a casa y soltar las bolsas del supermercado. Pero es demasiado tarde para escapar: aunque está mirando para otro lado, posiblemente ya te ha visto, y si retrocedes y cambias de trayectoria, se podría dar cuenta de tu maniobra de evasión, y tú no quieres indisponerla contigo, porque su puerta está muy cerca de la tuya; porque es de las pocas personas para ti conocidas entre los vecinos de tu recién estrenado piso; y, por si fuera poco, porque tiene mucha información y peso en la vecindad.
            Por tanto vas a su encuentro, la saludas, y le preguntas cómo está, porque cuando la conociste la había atropellado un coche hacía poco y le había roto un tobillo, y estaba haciendo esfuerzos para recuperar un andar normal. Desgraciadamente, a esa pregunta te responde: “Mal”, y te relata la triste historia de sus visitas a los médicos y de unos clavos en el tobillo, y de su creencia —a pesar de su fuerza de voluntad: en este instante está pedaleando en una bicicleta estática en el parque junto a tu casa— en la casi seguridad de no poder recobrar el funcionamiento normal del tobillo. No puedes interrumpir una conversación así sin parecer un cerdo insensible, y por ello vas cambiando de mano la bolsa de la compra cuando se te va cansando el brazo soportador de la carga.
            De repente, Emilia saluda con la mano a alguien a tu espalda. Te vuelves, y es su hija, Silvia, recién montada en su coche para ir en busca, a su vez, de su hija Teresa, la nieta de Emilia. Tú apenas has intercambiado dos “Hola”, y algún “Buenos días” con Silvia. Ambas, hija y nieta, viven con tu vecina Emilia —su casa como las muñecas rusas, con mujeres albergando a otras sucesivamente más jóvenes—, porque Silvia está separada del marido. En cuanto su hija se ha alejado a los mandos de su vehículo, Emilia se ríe y te confiesa haber deseado un enamoramiento tuyo hacia Silvia, porque eres alguien en apariencia “respetuoso”. También le expresó este deseo a la propia Silvia, pero ésta al parecer respondió: “No es mi tipo”.
            Aunque Silvia es muy diferente de su madre, y seguramente se considera en las antípodas de ella, piensas en el posible efecto de esas palabras de la madre en la hija —y tal vez también en ti mismo—. Por eso, a partir de esa conversación con Emilia, espías el corredor por la mirilla de tu puerta cuando escuchas salir a alguien de su casa. Una de esas veces, abres tu puerta un poco después de haber salido Silvia con su hija, camino del colegio de ésta. Al oírte salir, Silvia —de perfil hacia ti— no te mira, pero por sus gestos la notas atenta a tu presencia y tus movimientos, aunque sigue andando con su hija sin decir nada.
            Por la tarde, también por la mirilla, ves salir a Silvia con un cubo de ropa, y tú te apresuras y coges también algo de ropa sucia, la mojas en el grifo —no hay tiempo para hacer una colada en la lavadora—, y subes a la azotea con otro cubo de ropa —sucia, pero mojada.
            Llegas a la azotea donde Silvia está tendiendo ya la ropa. Pero delante está Teresa, y la saludas primero y le preguntas por el colegio, respondiéndote, con la sencillez de los niños: “Bien”. “Los profesores están muy contentos con ella”, aclara Silvia. “Es una niña buena y lista, eso se ve enseguida”, dices tú. Te acercas a Silvia —ha tendido bragas y sostenes, y te imaginas su contenido—, y le dices: “Buena parte del mérito te corresponde a ti, porque la estás criando sola”. “Bueno, me ayuda mi madre”, te responde. “De todas formas, no debe de ser fácil”, añades. A su vez ella te pregunta si nunca te has casado, y le respondes: “Me lo pensé un par de veces, pero nunca estuve muy convencido”. “Sí, yo tampoco estaba muy convencida” —afirma Silvia— “y ya ves cómo he acabado”.
            Termináis de tender la ropa, y ella necesita ir al supermercado, y a ti —mientes— te ocurre lo mismo. Os veis allí pasado un rato, y ella lleva un carro grande, y tú uno de esos pequeños: van casi a ras de suelo, y se tira de ellos por medio de una gran asa. Ella te pregunta si siempre compras tan poco, si siempre usas un carro tan pequeño. “Ah, ¿esto?”, dices, “no es un carro, es mi perro: le estoy dando un paseo”, y Silvia ríe, porque eso parecen esos carros, con sus dueños paseándolos por el supermercado. Tras tu compra exigua —cuatro cosas para el desayuno y tus cenas frugales, porque siempre almuerzas fuera de casa—, la acompañas a ella en la suya, y la vais comentando, una compra consistente en grandes provisiones de todo: de alimentos para cocinar de verdad, de productos de limpieza y de higiene —también compresas, y esto no lo comentáis—, y algún producto no habitual, como perfume. Ella escoge uno, y te lo da a oler. “Huele estupendamente”, declaras. “Para mí es el de siempre”, dice, y se aparta el pelo cuyo color rubio emite destellos furiosos, y te da a oler su cuello. Tú te acercas, y cuando estás muy próximo a ella, abres la boca y le tocas con los dientes el cuello, como si fueras a darle un mordisco. Silvia se aparta riéndose.
            Cuando termináis de comprar, la invitas a tomar algo, y os vais a una cafetería próxima al supermercado. Allí sentados, le preguntas cuál es su ocupación. “Me dedico a poner esos avisos de multa —muchas veces no llegan a hacerse efectivos— en los coches estacionados sin haber pagado el ticket del parquímetro”. “¡Ah, conque eras tú!”, exclamas, y ella ríe. Le preguntas si ese color de su pelo tan impactante es su color natural, y no: “El real es también rubio, pero más oscuro”, te informa Silvia. “Déjatelo con su color natural”, le pides. “Lo haré”, accede Silvia. Entonces tocas su pelo, y ella ni se retira ni se ríe como cuando te hiciste el vampiro. Llevas la mano desde su pelo hasta la mejilla, acariciándola, y aprovechas ese movimiento para acercar su cara a la tuya y besarla en la boca.
            Vuelves tarde: así Emilia estará muy dormida, y no se despertará al oíros entrar a Silvia y a ti en tu casa. Entonces tocas, bajo el vestido azul cobalto, a través de las bragas y el sostén, el contenido de los mismos —por fortuna, no se encuentra entre ese contenido una compresa.

            Por la mañana piensas en cómo de complicada se pondría tu situación si la cosa saliera mal con Silvia por tu causa, viviendo como vives puerta con puerta con ella —o al menos con su madre.
             Y si marchara bien, se te ocurre otro peligro: el de su marido viéndoos cuando venga a la vecindad a visitar a Teresa. Podría volver a engatusar a Silvia —al fin y al cabo es el padre de su hija—, y regresar con ella. La manera más segura de volver a desear a una antigua mujer es verla con otro hombre.

El desamor, Manolo Martínez

Te empecé a querer demasiado pronto, cuando la vida era, aún, una larga noche que se alimentaba de música, miradas y utopías. Primero te metiste bajo las sábanas de mis pestañas, para luego saltar, como poseída, entre mis cejas, disfrazada de pensamiento. Casi no quise quererte, pero tú me reclamabas para ofrecerme el mundo. Todavía espero ese cielo que me juraste, hace ya, más de dos docenas de años. Y lo peor, es que seguimos viéndonos. Cada jueves, a escondidas, tú y yo. Yo te escucho y tú me invitas a todo cuanto no tengo pero deseo. Mi mano te acaricia levemente antes de despedirnos y decirnos siempre lo mismo: “... si ocurre, ésta habrá sido nuestra última cita.” Luego, como nunca sucede, nos reencontramos cada semana para mentirnos de nuevo y nadar en una hipotética felicidad. Hoy, que a punto estoy de dejar lo nuestro, hago recuento, y, aunque el saldo es favorable, pues tus mentiras fueron los sueños que me mantuvieron en pie, he decidido afrontar la verdad. Y la realidad es que, mientras yo apostaba una y otra vez por lo nuestro, tú te entregabas a otros delante de mis narices. Tu infidelidad fue una carga llevadera, mientras mantuve la esperanza de ser el próximo en tu privilegiada lista… Por todo esto, hoy juro, ante los arcanos de nuestra pasión, que te dejo para siempre. Pese a mi decisión, aún viven en mi memoria las distintas composiciones con que intenté encandilarte. Todas desiguales, seductoras, estudiadas. En ellas iban mi fecha de nacimiento, el día de nuestro primer encuentro, la edad de mis hijos, el número de mi casa... y no sé cuantas más absurdas combinaciones, todas infructuosas. Vana ilusión, marchita flor, esperanza asesinada con nocturnidad y alevosía. Otros te gozarán, yo ya renuncio. Hoy, como Ulises, me amarro al palo mayor de la certeza, para no sucumbir más a tus cantos de sirena. Y, por favor, no oses devolverme nada de cuanto te di. Quédatelo todo.
En esto del amor, o todo o nada, no quiero ser tu amigo por un despectivo reintegro. Ah, y dile a la madre que te parió, que la idea era buena, vender ilusión. Pero el desigual reparto no equilibra la balanza. No hay ecuanimidad entre los que invertimos todas nuestras quimeras y los que sólo recaudan sin más gastos que un bombo y siete bolas de plástico (seis más el complementario).
Lo intenté, pero no pudo ser. Hasta nunca, amor mío. No tiro más un euro en la primitiva.