Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: agosto 2016

Lo que comunican las historias


Había una vez un hombre que murió y no fue al cielo, sino al infierno. Allí le dio la bienvenida un travesti con pinta de ejercer la prostitución. Asustado el hombre, que esperaba otro destino para la eternidad (sólo había engañado a su mujer una vez y tuvo la mala suerte de sufrir un infarto cuando ella lo descubrió), se dejó guiar por el travesti con la esperanza de entender mejor lo que le esperaba. Como lo hiciera un ama de llaves, el travesti mostró al hombre el infierno como si éste tuviera habitaciones. Señalaba el rincón de los drogadictos, el de los asesinos y estafadores, el de las mujeres y los hombres infieles, el de los pedófilos y zoofílicos y hasta el de los comunistas. El travesti le decía, palabras más, palabras menos: «Descuida, cariño. Estás en buenas manos. Yo te enseñaré a moverte entre esta chusma. Échame cuenta si no quieres agobiarte demasiado. ¿Cómo me ves? Estoy mona para llevar veinte años aquí, ¿verdad? —Se alisó la peluca y acomodó sus tetas falsas— Soy la prueba de que el infierno es llevadero. Júntate conmigo, te conviene. ¿Quieres saber cómo he conseguido mantenerme así?» El hombre, aturdido y triste pues no creyó que fuera él merecedor de tal destino, encogió los hombros y se dejó informar con resignación y vergüenza. «El rincón más lejano, ese que apenas se ve porque hasta aquí los mantienen a raya, es el rincón de los maricones. ¿Lo ves?», señaló el travesti. El hombre asintió con la cabeza y confirmó que no había visto aquel rincón. «A mí no me dejan estar allí porque no soy maricón, a mí sólo me gusta vestirme de mujer. Dicen que estoy loca. En realidad no me dejan estar en ningún sitio: ni en el infierno cabemos los travestis. Por eso me di a la portería, tú sabes a qué me refiero. Pero bueno, te decía, el rincón de los maricones es el mejor, son los más tranquilos, entre ellos hay hasta artistas. Son unidos y se defienden unos a otros. Por eso su rincón es el mejor. Pero ya sabes cómo son los maricones… y todo tiene un precio, así que no te sorprendas cuando te pidan que les hagas una mamada o que les des tú biberón, si tienes dotación podría irte mejor que a mí.»

Te sientes incómodo, ¿verdad? Quizá también te hayas ofendido. Puede que se te hayan quitado las ganas de seguir leyendo. También puede ser, aunque prefiero pensar lo contrario, que comulgues con las ideas y el mensaje implícito del relato que acabo de compartir. Elegí contarte esta historia porque lo más probable es que te haya pasado lo primero. A partir de ella quiero compartir algunas ideas sobre la finalidad del arte narrativo, así como de una de sus cualidades fundamentales: la comunicación. Imagínate la escena: había tres o cuatro alumnos más en el aula. El autor del relato leía en voz alta, esperaba que el grupo emitiera una opinión objetiva sobre su trabajo. Aún no terminaba de leer y ya estaba yo diciéndome: Ay, ¡la que se avecina! La historia es tan políticamente incorrecta, contiene tantos mitos y prejuicios, que sólo el espíritu de respeto y compañerismo, típico de un taller de escritura creativa, produjo la suficiente fuerza de voluntad en el grupo para terminar de leer el texto en voz alta. Lo que tú has leído es una reelaboración de la historia original, la he exagearado y parafraseado un poco con el fin de dejarte claro qué tan políticamente incorrecta era la historia en la que se inspira. No cito ni extraigo fragmento alguno del texto original escrito por mi alumno. Pero fue tan impactante la experiencia de trabajar con esta historia en clase, que puedo recordarla con facilidad y no he variado demasiado lo narrado.


Cuando el autor terminó de leer se hizo el silencio. Nadie se atrevía a decir nada. Quizá pensaban: ¿este tío va enserio?, ¿es una broma? Respiré profundo y pedí a los demás que se mojaran un poco. «Venga, vamos a revisar este texto. ¿Qué opinión les merece? Intentemos fijar nuestra atención en todos los aspectos posibles: forma, ritmo, uso del lenguaje, técnica narrativa», esperaba poder aterrizar suavemente en el fangoso territorio del mensaje, pero fue imposible desviar la atención de los demás. Otro de los alumnos se animó a participar. Su aportación fue reveladora y tierna. «No sé, para mí esta historia es una suerte de crítica sobre los prejuicios de la sociedad.» Se negaba a creer que su compañero quisiera comunicar disparates a través de su trabajo, por eso rompió las reglas del debate y, empujado por su necesidad de sentir empatía con el texto (obligándose a ello) preguntó al autor: «Eso es, ¿no? Una crítica…» Al autor se le llenó el rostro de rubor. Y antes de que pudiera responder, otro de los alumnos dijo: «Yo no creo que sea una crítica. Yo no quiero decir algo sobre el texto, sólo quiero pedir a todos —miró al autor de la historia recién leída—, de buen rollo, que seamos más respetuosos, yo he venido aquí a aprender, no a…» Se cortó cuando se dio cuenta de que el autor se removía nervioso en su asiento. ¿Te puedes imaginar el fandango que vino después? Nos enfrascamos en un debate que parecía más una reyerta. Y todo, ¿por qué? Simple: las historias tienen un poder inmenso para transmitir ideas, mensajes. Al consumir historias alcanzamos un grado de conocimiento específico sobre una realidad de la vida. Esa decodificación nos lleva a establecer una relación directa, emocional y hasta personal con la historia y su mensaje, establecemos también una relación directa con el emisor: o sea, con el autor. Esas relaciones son exactamente las mismas que establecemos diariamente con las personas con que hablamos. No hay mucha diferencia. La única diferencia es que, a través de una obra de arte el autor puede darse la libertad de decir lo que una persona no diría en un contexto regular donde imperan las normas de convivencia. Piénsalo, en tu día a día no vas diciendo a todos lo que piensas verdaderamente, sería imposible la convivencia en un mundo así. Y si te atreves a hacerlo, si le dices ¡mongolo! a ese tío del trabajo que te cae mal, seguro que te ganas una paliza, o al menos un insulto. Lo que busco poner de manifiesto es que, detrás del ejercicio literario hay un ejercicio comunicativo, intrínseco a su naturaleza. Si te gusta escribir y aspiras a conocer mejor el oficio, te invito a reflexionar en los siguientes aspectos de la comunicación a través de las historias. 

Una cosita antes: no soy yo ninguna eminencia. No te quedes con mis ideas. Ve a buscar otras perspectivas y opiniones. No obstante, discurro aquí basándome en la experiencia y, por supuesto, en mi formación profesional. No muchas personas saben que soy licenciado en comunicación. Sí, me dedico a la creación literaria y a la docencia en materia de creación, pero antes de especializarme en esto dediqué muchos años de mi vida al estudio de la comunicación y el periodismo. Digo, porque igual piensas: y éste qué va a saber. Lo cual me parece muy bien. Pero vamos, en caso de que sea estrictamente necesario puedo sacar el título. #IAmKidding.


Todas las historias transmiten un mensaje, aunque no seas consciente de ello
Es evidente que el autor de la historia con que empecé este artículo no era consciente del mensaje que transmitía. Si lo fuera, habría defendido su postura y nos habría recordado que, tratándose de un ejercicio artístico, él puede decir lo que le salga de los cojones, independientemente de que el lector sea capaz de sentir o no empatía con su mensaje. Contrario a ello, el autor de esta historia se enfadó mucho con todos los que nos atrevimos a comentar su texto, particularmente conmigo, quien representaba una figura de autoridad que no le defendió. Se sintió agredido. ¿Cómo puede ser eso posible? Pues bien. Hablaron los otros alumnos del grupo. Se confirmó la sensación de que la historia transmitía un mensaje negativo sobre diversas realidades humanas, pero se hizo evidente que, si se entraba en detalles, la discusión podía salirse de control. Evitaron ser específicos. El autor del texto se defendía y excusaba con fuerza, demostraba sentirse cada vez más incomprendido y asustado. Fue una situación muy incómoda. Y es que siempre nos sentimos incómodos cuando otras personas son capaces de ver en nuestro trabajo algo que nosotros mismos no hemos visto, o no vemos. Para sacar partido a la experiencia, para aprender algo de todo esto hacía falta precisión, por eso me atreví a decir, apelando a la madurez, contando con que todos allí éramos adultos, confiando en que seríamos capaces de entender y teniendo en cuenta que a un taller de escritura creativa, más que conseguir aplausos y reconocimiento, se va a aprender lo que uno mismo no ha aprendido por su cuenta. Mi afán era meramente didáctico: «El problema que encontramos frente a esta historia, más allá de los recursos técnicos que nadie ha querido observar, es que puede herir nuestra susceptibilidad. Podemos estar o no de acuerdo con las ideas que transmite, pero al consumir la historia hemos generado, automática e inevitablemente una postura frente al mensaje. Quizá este texto nos haya parecido homófobo y misógino: valores que parece tener el personaje protagonista y nuestra sociedad repudia. Y si nuestra manera de pensar dista de la perspectiva que transmite el texto, es lógico que reaccionemos de esta manera.» El autor del relato se cerró en banda. A partir de ese momento ya no fue capaz de escuchar a nadie, ni siquiera a sí mismo. ¿Por qué? Acababa de decirle, de un modo indirecto, que su texto era ofensivo. Y como es habitual en un alumno que desconoce los gajes del oficio, mezcló y confundió la naturaleza del texto con la del autor. O sea, que se lo tomó como si le hubiéramos dicho que él era homófobo y misógino. Se enfadó y obligó a mantenerse callado para que pudiera seguir el curso de la clase. Desgraciadamente esa fue la última vez que lo vi (aunque no la última vez que se puso en contacto conmigo, creo que me odia y sigue siendo incapaz de quitarse la venda de los ojos), decidió no volver a clase y lamentó mucho haberse topado de nuevo con un taller de escritura donde se le repudiaba. 

He pensado en varias ocasiones sobre esta experiencia desde entonces. Escribo ahora pensando en él, así como en todas las personas que aman contar historias, pero que se encuentran con este tipo de limitaciones. Por otro lado, al decirme que ya le había pasado esto mismo en otros talleres, me llevó a pensar que este obstáculo podría seguirle impidiendo mejorar sus habilidades literarias. Me gustaría hacer algo por él y por todas las personas que se reconozcan en su misma situación. Cuando un autor no sabe lo que su historia comunica, si comparte su obra con otras personas se topará constantemente con la incomprensión. Se sentirá solo y hasta rechazado. ¿Por qué? Pues, aunque nos cueste reconocerlo, escribimos porque buscamos establecer conexiones con otras personas. Vínculos comunicativos. No sólo por placer, que también. Nuestros ejercicios de creación terminan por ser como mensajes dentro de una botella echada al mar. No sabemos nunca quién los leerá, pero deseamos (lo reconozcas abiertamente o no) que lleguen a un destinatario, que se lean. Pero, ¿cómo no sorprenderse cuando los lectores entienden algo que nosotros no sabíamos que estábamos diciendo, sobre todo cuando no nos sentimos orgullosos del mensaje? Quiero creer que mi alumno no es homófobo o misógino. No lo pude comprobar y tampoco es que necesite hacerlo. Pero elijo pensar de este modo porque tengo fe en las personas. Lo haces tú también. Lo hacemos todos. Aunque no es difícil conseguir muestras de que las personas pueden llegar a ser terribles, en general nos gusta creer que el hombre persigue el bien. Mi teoría es que, como nos pasa a todos al principio, mi alumno no era consciente de lo que su historia estaba comunicando. Es más, creo que ni siquiera buscaba transmitir ese tipo de ideas y que la falta de pericia narrativa lo llevó a desarrollar un ejercicio extraño e impreciso. Lamentablemente no tuvo la suficiente paciencia y humildad como para llegar a debatir sobre ello. Y como quizá te haya pasado algo similar, me propondré hacerte ver qué debes hacer para concientizarte de los mensajes contenidos en tus historias, de modo que, al identificarlos puedas confirmar o no tus intenciones comunicativas. Quiero que te sientas orgulloso de lo que dices y cómo lo dices, que puedas compartir con tus lectores esa manera tan peculiar de comprender el mundo: con conocimiento de causa y confiando en que tu obra literaria se defiende a sí misma y no necesita de ti o de otra persona para defenderla con explicaciones.


¿Los sentimientos también son mensajes?
Frente a la narrativa, la poesía tiende a comunicar de un modo menos directo. Y eso es así por una simple razón: el sentido figurado de las palabras. Aunque puedes ser muy lírico o retórico escribiendo narrativa (donde se tiende más al uso del sentido literal), la poesía (incluso la poesía en prosa) tiende a configurar un tipo de discurso más abstracto: consecuencia del sentido figurado. Esto no excluye a la poesía, como a cualquier otra obra artística, de tener la capacidad de comunicar. Sin embargo, la poesía se caracteriza sobre todo por comunicar o transmitir emociones y sentimientos. Y aunque un sentimiento puede ser más impreciso que un argumento o un mensaje claro, es igualmente susceptible de ser transmitido.

O sea, si escribes poesía no puedes ni debes despreocuparte por lo que dices a través del poema. Y sí, también las abstracciones dicen algo. Intenta interpretar el cuadro “Mesa frente a la ventana” de Picasso. Comprenderás mejor lo que digo. ¿Qué habrá querido transmitir Picasso a través de esa pintura? Las conclusiones a las que llegues podrían acercarse a las intenciones del pintor, aunque ya se sabe que interpretaciones pueden hacerse muchas, también se sabe que la interpretación suele ser dirigida por el productor del mensaje. Picasso, como hacemos todos cuando codificamos un mensaje, eligió construir una obra con esas cualidades, formas, colores, tamaño, etc., pensando en que deseaba llevar al espectador a comprender algo específico, sea lo que sea. Y no importa que ese algo esté codificado en un lenguaje abstracto, como de hecho sucede. Piensa lo siguiente: ¿crees que el capital del Titanic, al notificar a otras embarcaciones del inminente naufragio que estaban por sufrir, deseaba que los receptores de su S.O.S. interpretaran lo que a ellos les apeteciera conveniente?



Mensaje y autorreconocimiento
Lo habitual, cuando has decidido quitarte la venda de los ojos, es que al mirar con escrúpulo en el espejo de tu propia creación descubras rasgos de ti mismo. Pero si eres una persona con mucha vida interior y una gran capacidad de introspección, quizá te resulte sencillo y hasta divertido reconocerte en las historias que escribes. El autorreconocimiento es una consecuencia inevitable muy satisfactoria y al mismo tiempo amenazante, del oficio del escritor. 

Lo primero que habría que entender es, por contradictorio que parezca: los mensajes de nuestras historias, generalmente, no se configuran por tu afán consciente de construir el mensaje. Aunque puedes haber acumulado experiencia suficiente como para contar una historia verosímil que comunique un mensaje determinado, lo más probable es que ese mensaje no haya existido con total claridad desde la premisa de tu obra, es decir, antes de que escribieras la historia. Los mensajes de las historias están regularmente ocultos en nuestro más profundo inconsciente, razón por la que muchas veces nos sorprendemos al descubrir que nuestra historia refleja una cualidad de nosotros mismos que sólo ha visto la luz a través de la expresión artística. A través de la creación literaria se hacen visibles y tangibles nuestros rasgos de personalidad más inconscientes, nuestra verdadera visión del mundo.

El autorreconocimiento a través del mensaje es satisfactorio para una persona que no tiene miedo de ser, que trabaja constantemente por mantener alta su autoestima y es capaz de aprender de sí mismo y su propio comportamiento. Es como cuando un padre empieza a reconocer en su propio hijo aquellos rasgos de su propia personalidad. Somos reflejo de lo que son nuestros padres. Pues igual, sólo que ahora el autorreconocimiento tiene lugar en la obra artística, que hace las veces de espejo.

Por otro lado, puede ser amenazante porque, si somos personas poco introspectivas, podríamos sentir que estamos sometiéndonos a un constante autoanálisis psicológico, llevándonos a descubrir aspectos sobre nosotros mismos que desestabilizan nuestro estado de ánimo y tiran por el suelo las máscaras que usamos con tanto empeño ante los demás, para arrebatarnos las ganas de escribir y disfrutar con ello.

Lo importante es que asumas el autorreconocimiento como una consecuencia inevitable del ejercicio de creación literaria. Sobre todo si quieres contar ese tipo de historias capaces de quitar el aliento a los lectores. En la medida en que pierdas el miedo a verte en un espejo, serás cada vez más capaz de autorreconocerte e identificar las ideas o el mensaje que comunica tu obra. Y luego trabajar con él, ajustarlo, medirlo, componerlo.


Cuando ignoras el mensaje no puedes generar auténtica intriga
¿Conoces a Robert McKee? Escribió un libro estupendo titulado El guión. Es un hacha. Asistir a uno de sus talleres de creación podría costar lo mismo que un coche nuevo, lo que habla del valor de sus conocimientos. Ese libro es para mí una especie de Biblia para la creación literaria contemporánea. Extraigo de McKee las ideas más fundamentales para llevarte a comprender cómo, a través de la identificación del mensaje que transmite tú historia, podrías generar auténtica intriga. La intriga es ese principio que lleva a los lectores a devorar página tras página. ¿Conseguirá el protagonista su cometido?, se pregunta el lector mientras avanza. Y sigue y sigue sin parar, hasta el final. Porque la intriga se mantiene a lo largo de toda la obra, sin caer ni una sola vez, alcanzando su grado más elevado en el clímax. O sea, la pregunta se mantiene abierta y con ella, viva la intriga. ¿Qué relación guarda esto con el mensaje de la historia?, te preguntarás. ¡La relación es total! Hace falta que eches un vistazo a los principios básicos de construcción dramática. Te recomiendo leer “Cómo hacer que una historia funcione”. Pero intentaré explicarlo de un modo abreviado: el mensaje es también conocido como la idea predominante de tu historia. McKee lo llama idea controladora. Esta idea se compone de un valor y una causa, y guarda una franca relación con el objeto de deseo del personaje protagonista. Rose, la protagonista de Titanic (la película de James Cameron): una vez que comprueba que no merece la pena desperdiciar su vida dejándose atrapar por el gandul con que la quiere casar su madre y, claro, después de conocer a Jack, el guapo y aventurero chico de tercera clase que ha salvado su vida y le ayudó a reconocer que no era feliz viviendo como lo hacía, va a por todas y le asegura a Jack que, al llegar a Nueva York se irá con él, aunque eso signifique renunciar a las comodidades que su prometido daba, así como distanciarse de su madre. De este modo Rose comunica, a través de sus actos, algo parecido a la siguiente idea: merece la pena ser tú mismo y atreverte a vivir tu propia vida para alcanzar lo que a ti te hace feliz, sobre todo cuando te impulsa el amor verdadero y no la conveniencia. Si la historia de Rose y Jack no se hubiera desarrollado en el primer trasatlántico hecho por el hombre, que tuvo el desafortunado destino de chocar contra un iceberg, Titanic habría sido una historia con final feliz en la que triunfa el amor. Aunque, en cierto modo es así, por más que haya muerto Jack al naufragar el barco y congelarse esperando un rescate. Todos estamos de acuerdo: ¡cabían los dos en esa puerta flotante que les hacía de balsa!, ¿verdad? En mi opinión sólo hacía falta que se esforzaran un poquito por mantener el equilibro, hasta que pudieran subirse ambos. De cualquier modo el mensaje que transmite Titanic sigue en pie. Si recuerdas bien, Rose consigue tener una vida plena, amorosa y libre. Se convierte en una mujer autónoma, capaz de tomar sus propias decisiones: hace todas aquellas cosas que no habría podido hacer, de haberse casado con su prometido ricachón, que era el típico machito controlador.

El mensaje de Titanic es bastante positivo. Y la mayor parte del filme se la pasa uno preguntándose: ¿elegirá a Jack o se quedará con su prometido?, ¿preferirá el dinero o la libertad?, ¿es valiente o se dejará llevar por la presión de la madre? Todo gira en torno a esa decisión. ¿Alcanzas a ver la relación entre el mensaje que transmite la historia y la pregunta que genera la intriga? Al margen de este planteamiento dramático se va desarrollando la subtrama sobre el barco, sus constructores y lo apestosa que podía llegar a ser la clase aristócrata de la Eupora de principios del siglo XX. Pero lo importante, al menos hasta que Rose toma la decisión de quedarse con Jack, no es si el barco se hunde o no, sino todo lo que tiene que ver con Rose y su conflicto.


Cómo descubrir lo que tu historia comunica
Basándote en los principios dramáticos de tu propia historia (esquema actancial), rastreando e interpretando las acciones y reacciones del personaje protagonista, en relación a su objeto de deseo, serás capaz de reconocer el mensaje que transmite. Al hacerlo sucederán dos cosas: 1) experimentarás el autorreconocimiento y 2) indentificarás el mensaje y podrás afinar el planteamiento del drama, si fuera necesario.

Como ya he discurrido sobre el autorreconocimiento, me concentraré ahora en el segundo punto. ¿Cómo afinar el planteamiento dramático a través del descubrimiento del mensaje?

Analizando las acciones y reacciones del personaje protagonista podrás elaborar tesis sobre las ideas que transmite la historia. Esas acciones son prueba contundente del modo en que estás haciendo el tratamiento del tema. Es decir, esas acciones y reacciones del protagonista (aunque también puedes encontrar información en las acciones y reacciones de otros personajes) argumentan tu visión del mundo con respecto a un tema determinado. Para conseguir esta perspectiva del relato hace falta que salgas de ti mismo, que te pongas en el lugar que asumiría cualquier otro lector frente a tu historia. Se dice fácil, pero no lo es. Por eso viene bien dejarse ayudar. Este tipo de trabajo es muy recurrente en el Curso avanzado de mi Taller de Escritura Creativa. La objetividad de los demás hace las veces de espejo. Da un poquito de nervios, se siente como si te quedaras en pelotas en medio de la calle, pero si no eres capaz de alcanzar el grado de objetividad suficiente para realizar este análisis, te convendría conocer el punto de vista de personas que sabrán hacerte ver eso que te cuesta tanto ver a ti solito.

Una vez reconocida la idea controladora o mensaje de nuestra historia podemos hacer una comparación: entre el resultado y la intención. ¿Las acciones del protagonista reflejan aquello que yo tenía en mente? ¿Son prueba de la visión que yo tengo sobre el tema que estoy tratando? ¿Transmiten el mensaje que yo intuía y que deseo compartir? ¿Me siento orgulloso de lo que dice mi historia? Responde a esas preguntas con total honestidad. Y en función de ello has todos los cambios necesarios. Sólo cuando un personaje protagonista tiene muy claro su objeto de deseo es posible generar intriga a lo largo de una obra, sin dejarla caer jamás. Y en gran medida esto depende de que hayas podido identificar el mensaje que transmite esa primera versión de la historia que has creado. Por supuesto, una vez hagas cambios, la historia comenzará a mutar y se acercará cada vez más a lo que tú quieres que sea. Afinarás el planteamiento dramático. No temas a los cambios. Nuestras primeras ideas no son siempre las mejores. Y no confundas una de tus ideas con toda tu personalidad. Aunque tus ideas pueden ser reflejo de tu inconsciente, tienes siempre la opción de aprender cosas y tomar decisiones al respecto cuando te miras en el espejo y reconoces tus cualidades. ¿A caso no recortas las uñas de tus pies o procuras mantener un aliento fresco? ¿No peinas tu cabello y vistes ropa que te sienta bien? Nos gusta sentirnos cómodos y procuramos que los demás se sientan cómodos con nosotros. Si algo no nos gusta de nosotros mismos, podemos cambiarlo. Y, por el contrario, cuando pensamos que uno de nuestros rasgos es maravilloso, ¿no nos sentimos orgullos de ello? Aún no conozco a una sola persona que se ejercite con regularidad y vaya a la playa sintiendo vergüenza de mostrar su atlética figura.


Diferencia entre tema y mensaje
Algo que te ayudará a identificar el mensaje de tu historia es que no lo confundas con el tema que trata. Titanic puede tratar el tema del matrimonio por conveniencia o el crecimiento personal de la mujer en una sociedad machista. Pero una cosa es el tema que trata y otra muy diferente lo que dice respecto a él. ¿Crees que Titanic habría ganado tantos adeptos si transmitiera un mensaje del tipo: las mujeres deben obedecer al hombre, no deberían tener libertad, da igual su realización personal o la autenticidad de sus sentimientos?


Hacerse responsable de lo que uno dice
Ahora bien. Si después de identificar el mensaje te tu historia reconoces que no es positivo, pero es ese y no otro el que deseas transmitir. ¡Adelante! El arte no tiene ni debería tener límites en ese sentido. Eres el autor: puedes decir lo que te de la gana. También fuera del arte las personas tenemos derecho a decir y opinar cualquier cosa. Pero, ¿cuándo se ha visto que una persona raje, es decir, suelte por la boquita todas las joyas que le apetezca, y que dicha acción no tenga consecuencias? Ya sea para bien o para mal, todos los discursos producen reacciones. Tenemos por un lado al emisor, en medio el mensaje y finalmente al receptor. El emisor tiene claro el mensaje y utiliza un medio para transmitirlo. A su vez el receptor, al compartir el mismo código de comunicación, decodifica el mensaje y lo interpreta. ¿Qué crees que pasaría si voy caminando por la calle y de pronto me pongo a repartir insultos y groserías a la gente? Quizá algunas personas me tachen de loco y no me hagan caso. Pero aquellas personas que reaccionen a mi mensaje podrían hacerlo de maneras diversas y no necesariamente dulces. No sería verosímil que una mujer me diera dos besos después de acusarla de maruja estrecha, ¿verdad?

Digas lo que digas, te conviene sentirte orgulloso de ello. Porque tarde o temprano alguien podría reaccionar frente al mensaje y, si lo desea (porque está en sus derecho, tal y como tú has ejercido el tuyo) podrá pedirte que rindas cuentas. Así como asumes con naturalidad el derecho de expresarte libremente, debes asumir con la misma naturalidad la obligación de hacerte responsable de lo que dices.


Lo que otros interpretan frente a lo que tú quieres decir
Volviendo a la historia del hombre que murió y fue al infierno… Quiero creer que mi alumno en realidad quería decir otra cosa. Pero desconozco por completo qué es lo que quería decir. Para un lector es fácil sacar conclusiones sobre lo que lee. Si asumimos el papel de lector, no dejaremos de interpretar: en eso consiste el juego de leer. Por eso no tenemos reparo alguno en explicar a nuestros amigos de qué va esa novela que nos tiene enganchados. Pero, evaluemos el siguiente caso hipotético: mi familia, que está compuesta por mis padres y mi hermano, ha ido al cine sin mí. Yo me quedé en casa escribiendo este artículo porque, al parecer, no puedo vivir sin decirle a los demás lo que deberían hacer #AwkwardMoment. Al volver les pegunto: «¿De qué iba la peli?» Mamá dice que no había visto una historia de amor tan científica y compleja, papá que en realidad trata sobre el verdadero valor del amor en el universo y, mi hermano, que es otro de esos bodrios que se hacen tolerables por los efectos especiales y las palomitas. Ahora pensemos: ¿no parecen dispares las apreciaciones? ¿A caso no han ido a ver la misma película?

Cada cabeza es un mundo. Puede que yo no interprete exactamente lo mismo que tú después de leer la misma novela. Pero si la obra está bien hecha (más allá del gusto subjetivo de quien lee), si los fundamentos de construcción son sólidos y el autor ha sabido manejar las herramientas de las que dispone, entonces no tendremos dificultades para coincidir tú y yo en lo que la historia cuenta y dice. Por el contrario, si el autor de la historia no ha sabido manipular sus recursos y, más aún, desconoce lo que significan las acciones que realizan sus personajes y, por tanto, el mensaje que transmite su historia, quienes la consuman tenderán a interpretar cosas muy disímiles entre sí. Cuando se escribe narrativa hay que guiar la interpretación del lector. Un buen narrador evita que el lector comprenda cualquier cosa y procura llevarlo de la mano, sin subestimar su inteligencia, por los caminos que él elige y diseña, hasta aterrizar en esa idea precisa que ha buscado compartir. Lo que me lleva a preguntarte: ¿qué es lo que realmente quieres decir a través de tu trabajo literario? ¿Lo sabes? ¿Has pensado sobre ello? Cada obra te puede llevar a obtener una respuesta diferente, pero tú eres el autor de todas. En conjunto, las obras de un autor también dicen algo, comparten su cosmogonía sobre la vida. Voy a dar un paso más allá, me voy a poner en plan filosófico: ¿preparado? Vale. Te has preguntado alguna vez, ¿tú por qué o para qué escribes? ¡Toma! Llévatelo de tarea. Intenta vincular tus razones personales con el tipo de ideas que sueles comunicar a través de tus historias. No veas el subidón y la seguridad que produce tener las cosas tan claras. Estarás amueblando tu cabeza, como suele decirse. Por otro lado:


Si no dices nada, ¿para qué escribes?
Si al hacer los ejercicios de análisis que te propongo llegas a concluir que tus obras no comunican, ni ideas ni sentimientos, entonces podrías necesitar detenerte un momento y buscar en otro lado. ¿Cuáles son las verdaderas razones por las que escribes? Si no te preocupa que otros comprendan las ideas de tus textos, si te da exactamente igual cuántas interpretaciones pueda hacer un lector sobre tu obra, o qué tan distintas puedan ser de lo que tú crees que estás diciendo, entonces, ¿qué esperas conseguir a través del ejercicio de creación literaria? 

Si no te importa lo que dices tampoco te importa conectar con otras personas. Vale, entonces, quizá sólo deseas conectar contigo mismo. Si prefieres no echar demasiada cuenta a lo que tus obras transmiten, está bien, pero entonces tampoco esperes ningún tipo de retroalimentación por parte de un lector. Es más, ni siquiera debería interesarte que otros lean lo que escribes. Así como escribes puedes guardar el resultado en un cajón o leerlo tú mismo y sacar de allí tanto jugo como seas capaz. 

Si por el contrario, has decidido quitarte la venda de los ojos y te sientes comprometido y apasionado por el oficio de narrar, considera esta última cuestión:


Las historias nos enseñan a vivir
Siendo productor de historias adquieres una responsabilidad interesante. Enseñas a otros a vivir. Pero no te agobies. Eso mismo hacemos todos en cierta medida, pero no nos damos cuenta. Los padres enseñan a sus hijos a vivir, lo mismo hacemos entre amigos. A través de las historias, propias y ajenas, enseñamos y aprendemos cosas sobre la vida. Tus historias son muestra de lo que piensas en el presente sobre un aspecto particular de la vida, del mundo tal y como tú lo entiendes. Pero las personas no pensamos del mismo modo siempre. Mañana quizá cambies de opinión sobre algún tema y construyas un mensaje diferente, acorde con esa visión renovada del tema. No pasa nada. Así es esta realidad en la que nos movemos: un cambio tras otro. Lo que importa en esta realidad en la que nos movemos, si asumimos la noble y maravillosa labor de narrar, es que nos quitemos la venda de los ojos y nos mantengamos siempre abiertos y receptivos, sin dejar de usar el sentido crítico, filtrando todo a través de nuestra muy personal y subjetiva manera de ver las cosas. Una de tus historias podría llegar a significar mucho para un lector. A través de ella podrías cambiar la vida de alguien, así como consiguió hacerlo tu libro favorito contigo mismo. Pretenderlo quizá no es bueno y resulta hasta pedante, pero ignorarlo es equivalente a vivir con una venda en los ojos. Esa ignorancia, en el peor de los casos, podría convertirse en un obstáculo que no te deje crecer como narrador. ¡Ala, que mañana será pechuga! #VivanLasFrasesDeAbuelo



Israel Pintor.

¿Qué es el estilo cuando hablamos de literatura?



Quienes creamos literatura, durante los primeros años de labor y aprendizaje del oficio mostramos interés en el estilo: sobre todo en el ajeno, esperando allí encontrar el propio. ¡Vaya chapuza! Típica se vuelve la emulación. Si alguna vez has tenido un profesor de creación literaria probablemente lo hayas escuchado decir, después de leerte: «Esto que has escrito me recuerda a…» Confieso que yo también emulé. Porque imitar no es malo. Muchas otras artes se aprenden a través de la imitación, ¿por qué no iba a servir ese método para la creación literaria? El problema se presenta cuando esperamos que escribiendo como los demás, escribiendo como aquellos a los que admiramos, conseguiremos identificar, reafirmar y configurar nuestro propio estilo. ¿Has notado que no digo hacer, inventar o crear? Y es que, aunque el estilo es susceptible de someterse a tantas pruebas como nos de la gana —para ejemplo de ello basta que leas Ejercicios de estilo de Rayomond Queneau (Cátedra, 2006)—, una verdad sobre estilo es que no necesitamos producirlo, porque está directamente relacionado con la personalidad. Y todos tenemos personalidad, aunque a veces mutamos y nos ponemos máscaras.

Hace un par de años, mientras impartía una clase de Coaching Literario, José Luis, un alumno querido me preguntó: «¿qué es el estilo cuando hablamos de literatura?» A José Luis le encanta la literatura y se toma muy enserio su trabajo como narrador, aunque por aquel tiempo reconocía la necesidad de entender mejor el concepto de estilo, probablemente porque se encontraba trabajando en su primera novela e intentaba averiguar cómo podía hacer su mejor esfuerzo. José Luis es psicólogo-terapeuta y, gracias a la conversación que tuvimos durante esa clase y las notas que atentamente tomó, es que hoy puedo discurrir aquí. El estilo propio, en cualquier ámbito, pero sobre todo en el artístico es un bien altamente valorado y muy difícil de aprehender, aunque irónicamente sea algo que todos tenemos. Casi como si nos viniera en los genes. Sin embargo, para la mayoría de mis alumnos y compañeros escritores en proceso de formación, la configuración, identificación y reafirmación de un estilo literario personal se convierte en una suerte de Santo Grial que visto desde el romanticismo bohemio se eleva alto, donde queda tan fuera del alcance, que sólo los grandes, sólo los autores consagrados con montones de lectores por todo el mundo, pueden poseerlo. ¡Qué gran mentira! Como si el éxito editorial fuera causa de estilo. ¡Cuánto daño somos capaces de infringirnos a nosotros mismos al idealizar la creación y el “ser” creador! Apretamos el silicio pensando de esa manera. ¡Absurdo! En todo caso, es el estilo literario: definido, sólido y único lo que lleva a un autor a consagrarse y tener éxito editorial, pero no al revés.

A lo largo de los años mis alumnos se han interesado en entender qué es el estilo literario y siempre que me propongo hablarles sobre ello termino hablando de personalidad, de su propia personalidad creadora. ¿Y cómo es eso? Pues bien, ¿has notado que al visitar una librería buscas los libros de ese autor al que admiras y no los libros de otros autores? No digo que evites sentir interés por las novedades, por otros autores a los que desconoces. Me refiero a que, por lo general, tu interés recae sobre los autores que ya conoces y son garantía de una lectura placentera, al menos para ti. Sabemos ya que la apreciación y valoración del estilo, en tanto estética, es puramente subjetiva.


Me pasó con las obras de Xavier Velasco, un narrador mexicano al que empecé a leer cuando era adolescente, lo descubrí con Diablo guardián, la novela con la que se hizo famoso y ganó el Premio Alfaguara de Novela en 2003. Hice clic con él, como se suele decir. ¿Por qué? El estilo de Xavier Velasco produjo una especie de atracción o seducción, me sentí identificado y satisfecho. Mientras leía pensaba: qué rico, qué divertido, me gusta o, me cae bien. Quizá conoces a Xavier Velasco y no opines lo mismo que yo, pero estoy seguro de que eso mismo te pasa a ti con los autores a los que admiras, ¿verdad? Por eso no dudas en buscar sus obras cuando vas a una librería.

Algo similar he sentido con Sade, Raymond Carver, Luis Zapata, Lorrie Moore, Andrés Neuman, J.D. Salinger, Enrique Vila-Matas y hasta el comercialísimo David Safier. Ahora no importa si los autores que me han producido esa atracción son autores valorados por la crítica y la academia, algunos lo son, otros no. Lo relevante, en lo que me gustaría que pusiéramos atención, es en el fenómeno de atracción o seducción que me produjeron, lo que me llevó a hacer clic con todos ellos. El mismo fenómeno que te lleva a ti a buscar las obras de tus autores preferidos. ¿Notaste que sólo hice referencia a los autores y apenas he mencionado una sola obra literaria? El estilo literario, que es como la miel que nos atrae como moscas hacia los libros, guarda una intensa relación con la personalidad del creador. Intentemos reconocer cuáles son las causas de esa atracción o seducción que un autor produce a través de sus obras, con el fin de que emprendas luego un proceso de autoanálisis, de cara al descubrimiento o reafirmación de tu propio estilo literario. O sea, si quieres un estilo literario propio, atento aquí.

Me basaré, sobre todo, en la experiencia acumulada a lo largo de los años como profesor del Taller de Escritura Creativa, así como en la experiencia que adquirí siendo autor de tres obras narrativas. Como profesor he tenido que leer montones de manuscritos, a través de los cuales pude acercarme al abanico amplio y diverso de las personalidades creadoras de mis alumnos. Esta visión heterogénea de estilos y personalidades me ayudó a comprender mejor cuáles son las causas que producen el efecto de seducción, así como identificar cuáles pueden ser los elementos constitutivos del estilo literario. Como narrador, por otro lado, he tenido la fortuna de practicar mucho, tanto dentro como fuera de los talleres literarios a los que asistí siendo alumno, en México y en España; además de tener la oportunidad de ir, poco a poco, reafirmando eso que llamamos estilo propio a través mis novelas y cuentos. Por supuesto, te invito a que profundices en el tema y busques a otros autores, académicos, escritores y expertos; no te quedes sólo con mi humilde apreciación.


Suéltate el pelo y asúmete como creador
Para empezar tienes que abandonar, de una vez por todas, tu cómodo pedestal de juez, para asumir el incómodo e inestable, pero apasionante y satisfactorio papel de creador. Te recomiendo la lectura de “Creatividad, proceso creativo y nivel personal de trascendencia”. Este artículo podría llevarte a comprender cuáles son los beneficios de cambiar el chip y dejarse de tonterías tipo: «No, yo no soy escritor, sólo me gusta leer y escribo a veces.» O «¿Artista yo? No, yo tengo un trabajo estable, lo mío es sólo un pasatiempo.» Si estás leyendo esto es porque la creación literaria te importa mucho, más de lo que tú crees. Cualesquiera que sean las razones, si creas literatura, eres un creador. ¡Di que sí! Olvida los prejuicios y temores. Si no asumes que tu obra literaria es un reflejo directo de tu personalidad artística, es decir, que tú mismo eres un artista, un escritor en tanto creador de textos literarios, será imposible que te enfrasques en el proceso de descubrir o reafirmar de tu propio estilo. ¡Suéltate el pelo!


Una comprensión del estilo literario
A mi parecer, el estilo literario es un conjunto de marcas en el texto que son determinadas por la personalidad del autor, cuya naturaleza tiene una morfología original convenida (reglas y herramientas técnicas), que se filtra a través de la poderosa subjetividad creadora, produciendo marcas con una morfología personal (nadie usa las reglas y herramientas del mismo modo, aunque se haya convenido una forma ideal para ayudar a la comprensión del discurso). Es decir, las marcas del texto que permiten identificar el estilo, son producto de la utilización de todas aquellas reglas y convenciones que nos permiten construir el discurso a través del lenguaje (codificación, decodificación) y, que al ser utilizadas por un individuo, adquieren facultades propias, únicas.

Cuando pregunto a mis alumnos, «¿por qué compras dos obras diferentes de un mismo autor?», la respuesta siempre es obvia: «Porque me gusta mucho ese autor». Pero, si profundizamos un poco y nos obligamos a rastrear las cualidades del discurso de ese autor, notaremos que nuestro gusto está condicionado también por nuestra propia personalidad, así como la producción del discurso de ese autor estuvo condicionada por su personalidad creativa. Un autor nos gusta, en general, porque encontramos afinidad entre los rasgos de su personalidad, que percibimos a través del texto, y nuestros propios rasgos de personalidad. Hacemos clic y nos sentimos atraídos cuando somos capaces de vernos en un espejo. ¡Qué fuerte! ¿Verdad? ¿Entonces somos una panda de vanidosos? En parte sí, pero no siempre sucumbimos al estilo literario de un autor porque nos sentimos identificados con él y, por ende, necesitemos aplaudir nuestra propia personalidad. También buscamos en las personalidades creativas de los autores algún tipo de retroalimentación, compensación o diversidad. Por ejemplo: podemos decir: «El estilo de Perenganito de Tal mola porque me hace reír, o porque me invita a reflexionar». Esto no significa que si el autor tiene esa cualidad estilística, proveniente de su personalidad creativa, nosotros también seamos personas que hacen reír a los demás o invitan a la reflexión. A veces un estilo nos atrae porque nos aporta algo que no solemos encontrar en nosotros mismos.

De cualquier modo, ¿notas cómo es imposible hablar de estilo sin hablar de personalidad? Así, pues, me voy a dar a la tarea de señalar a continuación algunos aspectos relativos al estilo literario, que habrán de estudiarse y ponerse en práctica desde la más absoluta subjetividad creadora, de modo que tarde o temprano comiences a vislumbrar las cualidades de tu propio estilo literario. Ojo, no basta con echar un vistazo a estos aspectos, si quieres reconocer tu propio estilo literario, el único camino efectivo para ello es la práctica y la autocrítica. Escribe con soltura, sin miedo de ser tú mismo. En el camino te verás tentado a reproducir otros estilos, tan ricos, atractivos y maravillosos que querrías fueran el tuyo, pero te aseguro que tu propia personalidad creativa tiene tanto brillo como esas a las que admiras, basta con que la cultives. Pierde el miedo de verte en un espejo, de ser tú mismo. Ya sé que es un topicazo, pero es así. Se dice fácil cuando es, en realidad, una tarea muy dura. No importa cómo seas, lo que importa es que no tengas miedo de ser. Al menos cuando hablamos de creación y estilo literario.


Naturaleza sintáctica
La sintaxis es uno de los aspectos formales que más influencia tiene en el estilo literario de un autor. Al ser la sintaxis el modo en que se ordenan y combinan las palabras para expresar una idea dentro del discurso, se encuentra en ella una vía para la identificación del estilo propio. ¿Cómo es normalmente el orden en que expresas tus ideas y acomodas las palabras? ¿Tiendes hacia la complejidad o hacia la simplicidad? Para encontrar un orden propio no está mal explorar tantos órdenes como seas capaz de producir. La exploración será más afectiva en la medida en que escribas desde el interior, buscándote. Recuerda que no estamos hablando aquí del modo correcto en que se utilizan las herramientas, sino del modo particular en que tú las usarás para cumplir una finalidad: la creación de la obra literaria.


Uso de los signos de puntuación
En relación con el aspecto anterior, una óptima utilización de los signos de puntuación trae siempre como resultado la claridad y el orden. Pero no siempre el uso de estos signos es sinónimo de personalidad. Todos sabemos que una coma puesta en el lugar equivocado puede ser terrible y producir una semántica loca o imprecisa, pero más allá de la utilización eficiente de los signos de puntuación para ser preciso y claro, se encuentra la finalidad de carácter estético. Pienso ahora en el efecto estético de uno de los monólogos interiores más famosos de la literatura del siglo XX. Me refiero al monólogo de Molly Bloom, en el Ulysses de James Joyce. Ese fragmento de obra produce un efecto estético inigualable, único. Se han hecho referencias a ese fragmento durante décadas. ¿Por qué? Pues, a través de él fuimos capaces de apreciar una estética narrativa singular. La de un escritor irlandés que buscaba transmitir, a través de su obra, una serie de sensaciones y emociones propias de quienes tendemos a comernos la cabeza, como hace su personaje Molly Bloom a través del monólogo. ¿Y cómo ha conseguido eso Joyce? Entre otras cosas a través del uso deliberadamente restrictivo de los signos de puntuación. Quienes conocemos el texto sabemos que evita cualquier punto o coma, aunque no prescinde de las tildes. No quiero decir con esto que para acercarte al reconocimiento de tu propio estilo debas ahora ponerte loco y escribirlo todo sin puntos, comas o tildes. O sí. Depende. Lo que quiero decir es que los signos de puntuación y la manera en que los uses, configurarán también tu propia manera de discurrir.


Vocabulario
El efecto no será el mismo si usas cien palabras distintas, o doscientas. Entre más vocabulario domines, más rico y nutrido será tu discurso. Ahora bien, esto no es garantía de originalidad, pero si pensamos que la creación no es más que mezclar o combinar recursos, entre más palabras tengas a tu disposición, más combinaciones podrás realizar, así mismo podrán ser diversas las formas en las que expreses una misma idea.

Por otra parte, ¿has notado que no se expresan igual dos personas? Y eso, en gran medida, se debe al vocabulario con que normalmente se comunican en sus respectivos contextos. Según el contexto en el que estamos inmersos, adquirimos uno u otro vocabulario. Se entiende fácil cuando pensamos en el vocabulario propio de un biólogo y lo comparamos con el vocabulario propio de un político. Tú tienes un vocabulario único, propio del contexto en el que vives y te has formado. Conviene mucho que saques partido de él. Y no confundas eso con homogeneizar las formas de expresión de tus personajes, como si fueran marionetas. No estoy refiriéndome a ello.


Ritmo fonético
Alguna vez han dicho que mi narrativa es rimada. ¿Te ha pasado? Bueno, pues juro sobre la tumba de Julio Cortázar que nunca ha sido mi intención. Unas veces el resultado es simpático, otras es un completo desastre. Y siempre creí que era algo azaroso, como no reconocía la intención de escribir así… Hasta que un día, uno de mis profesores de escritura me hizo ver que me pasaba con más frecuencia de lo que yo creía, no sólo en mis textos. Debatíamos en clase. Se freía el debate en el aula como un huevo sobre una sartén. Yo hablaba bastante, era uno de esos debates en los que uno se enfrasca y rebate con prisa sus ideas. No recuerdo el tema, pero mi profesor, atento como era con sus alumnos, notó que de vez en cuando se me colaba en la oralidad una rima. Al terminar la clase me llamó y comentó su apreciación. Me hizo ver que la naturaleza de mi sintaxis oral podía ser, a veces, rimada. Me lo tomé regular. Cuando uno ve en el espejo algo de sí mismo que no le gusta es fácil molestarse. Le di las gracias y dejé que pasara un tiempo. Desde entonces mi textos comenzaron a ser cada vez menos rimados, aunque no dejaron de tener un ritmo propio, especial, un ritmo que sólo mi personalidad creativa es capaz de construir: quizá nervioso y frenético.

Al compartir esta anécdota quiero poner de manifiesto que la fonética de las palabras, en franca relación con el orden en que construimos las frases y expresamos nuestras ideas, produce una marca de estilo personal. El ritmo de la fonética guarda también relación con el tono de la narrativa, con las emociones que nos invaden en el momento de creación y los sentimientos que buscamos representar con palabras. Conviene poner atención en la fonética de nuestra sintaxis, quizá descubramos en ella una cualidad interesante de nuestro estilo, o como sucedió conmigo: un vicio a corregir.


Ritmo narrativo o progresión (alternancia entre la acción y la reflexión)
Otro tipo de ritmo que es también marca del estilo, es aquel que delimita el tiempo que dedicamos a representar acciones, y el tiempo que dedicamos a representar reflexiones y hacer descripciones. ¿Te has leído alguna vez una de esas novelas en las que el protagonista sube unas escaleras a lo largo de veinticinco páginas? O, bien, ¿recuerdas cuál fue la última novela que leíste, cuya progresión era tan frenética y alucinante que devorabas página tras página, como si no hubiera un mañana y la cosa más importante del mundo fuera saber qué pasa en el capítulo siguiente? A mí se me vienen unas cuantas novelas a la mente… Seguro que a ti también. Sírvete de ellas como ejemplos para reconocer la diferencia entre los ritmos lentos y los rápidos, entre las obras que se recrean en la pacífica y lenta reflexión, y las que te ponen los nervios de punta porque las acciones se suceden como balas de metralleta. Después piensa: ¿mis textos qué ritmo suelen tener?

¿Alcanzas a ver cómo, hasta ahora, para reconocer un estilo literario propio, no hemos hecho más que autoanalizar nuestro trabajo y nuestra personalidad? Bueno, quizá los últimos aspectos te lleven a concentrarte sobre todo en lo técnico. Por eso te sugiero añadir a tu proceso de autoanálisis la reflexión sobre lo siguientes aspectos que, ahora sí, tienen exclusiva relación con tu personalidad creativa:


Tipo de pensamiento en el discurso literario: divergencia o convergencia
Todas, absolutamente todas las personas utilizamos dos tipos de pensamiento: el divergente y el convergente. Y también la inmensa mayoría tiende hacia uno u hacia otro, dependiendo de la propia personalidad. Quizá ya hayas oído hablar o leído sobre este asunto. Pero si no, pondré un ejemplo simple de cada uno de los tipos para que sepas a qué me refiero.

La convergencia es ese tipo de pensamiento lógico y organizado que nos lleva a crear ideas como esta: uno más uno es igual a dos. Nos ayuda a comunicarnos eficientemente con otras personas, a ser prácticos, claros, a organizar el trabajo y cumplir metas. Si tú eres una persona que hace listas, tiene una agenda y planifica los fines de semana, quizá tiendas a usar más este tipo de pensamiento.

La divergencia, por otro lado, es ese tipo de pensamiento ilógico y desordenado que nos lleva a crear ideas como esta: uno más uno es igual a dos flamencos morados con picos de oro, capaces de levitar por las noches. Creo que la diferencia es bien clarita. Este tipo de pensamiento está más relacionado con el ejercicio de la creatividad. Nos ayuda a resolver problemas, a imaginar y producir muchas ideas diferentes, aunque no siempre sean ideas prácticas o buenas. Si eres una persona que despierta y a media mañana, sin saber cómo, ha comprado un billete para viajar al Polo Norte y echarse unos selfies con los pingüinos, quizá tiendas a usar más este tipo de pensamiento.

El discurso literario que producimos es resultado, también, de esta cualidad en nuestro pensamiento. No hay mejor o peor tipo. Si tiendes más hacia la convergencia no eres mejor ni peor escritor que aquellos que tienen hacia la divergencia. Simplemente eres. Que es lo importante. Y merece la pena que reconozcas cómo eres, cuál es tu tendencia. Esto se consigue escribiendo mucho y revisando con cautela, después de haberse distanciado prudentemente de lo creado. Entre más escribas y revises, más certezas tendrás sobre el tipo de pensamiento que usas con asiduidad.

Por último: ya que hablamos de recursos para aprehender nuestro estilo propio, merece la pena que explores aquella área ajena, de manera que enriquezcas tus capacidades y puedas así ensayar. Quiero decir: si tiendes a la convergencia podría servirte mucho ensayar la divergencia, o viceversa. Este ejercicio traerá como resultado una suerte de equilibrio, además de que sumarás recursos a tu favor.


¿Qué me interesa realmente? Los temas y el “yo”
Una de las razones que te llevan a comprar dos obras de un mismo autor es que, ese autor trata una serie de temas que te interesan. ¿Verdad? Aunque puede haber excepciones maravillosas que nos dejen un buen sabor de boca, por lo general leemos literatura de autores que tratan temas afines a nosotros.

Ahora piensa lo siguiente: ¿crees que tus autores preferidos eligieron tratar esos temas sólo para que tú sintieras interés por sus obras? ¡No! Obviamente. Imagina el coñazo que sería si tuvieras que escribir una novela de doscientas cincuenta páginas, a lo largo de tres o cuatro años de tu vida, sobre fútbol, narcotráfico, economía o cualquier tema capaz de matarte de aburrimiento. Quizá a ti el fútbol, el narcotráfico o la economía te apasionan, pero basta que sustituyas esos temas por otros que, si tuvieras que tratar, preferirías arrancarte un brazo y tirárselo a alguien en la cabeza.

Por otro lado, ¿notas cómo, al excluir el fútbol, el narcotráfico y la economía se perfila en cierto grado mi propia personalidad creativa? Identifica cuáles son los temas que te apasionan, los que te interesan realmente. Evita elegir temas porque pienses que van a atraer la atención de los lectores. El interés de los lectores despierta y crece en la medida en que tú vuelques pasión sobre los temas que abordas. Si te importan a ti, terminarán por importar a los demás. Pero si no te importan a ti, si realmente no te apasionan, se notará y no conseguirás dotar los textos de la energía suficiente para mantener atrapado al lector en las páginas de tu creación. Y como hablamos de estilo, esos temas que trates se convertirán en una especie de sello de garantía. Tu firma, tu onda. Tu estilo.


El sentido del humor
No sé a ti, pero a mí me pasa que recuerdo más a los autores que me han hecho reír. Es como si el mérito dejara una huella en mi memoria, una huella difícil de borrar. El sentido del humor es algo que caracteriza mucho a las personas. Y como produce buen rollito preferimos rodearnos de las personas que tienen sentido del humor y, queriéndolo o no, hacen reír. Lo mismo pasa con los autores a los que leemos.

Frente a los otros aspectos tratados en este artículo, el sentido del humor es quizá una de las cualidades de la personalidad artística que más destacan entre aquellos que conforman el estilo literario. He comenzado diciendo que leyendo a Xavier Velasco pensaba: qué rico, qué divertido, me gusta o, me cae bien. Dos de las cuatro cosas pensadas tienen relación con su sentido del humor.

Aunque no lo es todo, cuando hablamos de estilo literario el sentido del humor ocupa un lugar destacado. Todos tenemos un sentido del humor particular. Más irónico, sarcástico, negro o tétrico. Incluso quienes parecen carecer por completo de sentido del humor tienen un modo especial de sentir lo gracioso. Se me viene a la cabeza el comediante español Eugenio Jofra Bafalluy, mejor conocido por “Eugenio”. Si eres español lo reconocerás como el tipo de los monólogos que fumaba y bebía cubatas en escena, y siempre se cubría el rostro con unas grandes gafas de sol. Si no lo conoces encontrarás rápidamente alguno de sus monólogos en YouTube. El tipo tiene tanta expresividad como una pared blanca. Su mayor cualidad era que nunca se reía (digo era porque falleció en 2001). ¿Un comediante que nunca se ríe? Pues sí. Parecía que a él sus chistes no le hacían gracia. Guardaba tanto el tipo de serio, mantenía el rictus con tanto esmero que yo aún pienso que al él en verdad no le hacía ni puta gracia lo que decía, pero como era capaz de producir ataques de risa en los demás, sacó partido de ello y terminó por convertirse en un famoso comediante. Su estilo es único. En España se cultiva mucho el stand up o, el monólogo de comedia en vivo. Creo que Eugenio consiguió un estilo único de hacer comedia que lo llevó a conseguir el éxito. Si lo comparo con otros grandes comediantes de la actualidad (Dani Rovira me fascina, aunque no sé si me gusta más él o sus monólogos, #HardChoice), Eugenio no me parece la panacea del stand up (sobre todo porque nunca estaba de pie), pero nadie podrá decir que el tipo no tenía estilo. Y tú, ¿de qué te ríes?, ¿qué te hace gracia?, ¿cómo dirías que es tu sentido del humor? Ojo, no digo que te pongas una nariz de payaso y te propongas hacer reír a tus lectores. Si te esfuerzas demasiado podrías estropearlo todo. Lo que digo es que tú también tienes un sentido propio del humor. ¿Cómo es?


Entonces, ¿qué es el estilo cuando hablamos de literatura?
Todos estos aspectos sobre el estilo literario nos dejan ver que hay una dimensión controlable, educable, y otra, que por permanecer inconsciente, no lo es. Pero se vuelve controlable y educable si nos permitimos la confrontación con el “yo” creador, produciendo que esa dimisión se haga consiente. Así se nos revela nuestra propia esencia y podemos controlarla a gusto, no con el afán de construir máscaras (para eso ya somos expertos), sino con la idea de reconocer y trabajar en los aspectos que configuran nuestra personalidad y permiten que se afiance un estilo literario propio.

Si tenemos en cuenta qué es el estilo, no tiene sentido plantearlo como un objeto de análisis en la obra literaria, aunque si se quiere se puede hacer, claro está: la filología también es fuente valiosa de conocimientos literarios. Pero si hemos asumido el papel de creador y no de juez, preferiremos plantear el estilo literario como un elemento de análisis y valoración en relación con el autor, con su producción literaria en general. Por eso cuando hablamos de estilo literario no hablamos de obras, sino de autores.


Así, podríamos decir que la subjetividad del autor queda expresada por el estilo. Por medio del estilo el artista fusiona y armoniza los diversos elementos, dándoles una unidad, al mismo tiempo que logra que los demás veamos el contenido de su discurso, como él mismo lo ve. El estilo es inseparable de la obra de arte acabada. La penetra, la invade y, sin embargo, permanece en cada momento invisible como algo que no se deja comprobar. El estilo es lo que contiene al escritor: toda la cosmogonía que conforma su universo y que únicamente le concierne a él, por estar hecha de sus propias experiencias. En otras palabras, estilo soy yo.

"No importa cómo seas, lo que importa es que no tengas miedo de ser."
Israel Pintor.

Creatividad, proceso creativo y nivel personal de trascendencia


«¡A la mierda! Qué vas a saber tú de arte. Mi cuento es lo máximo y tú sólo tienes envidia.» «Qué va, ¿yo creativo? No, a mí no se me ocurren cosas tan geniales, mi niña sí que es genial.» «García Márquez, Faulkner, Dostoyevsky, Chéjov, Cervantes o Vargas Llosa: esos sí que hacen buena literatura. Yo hago lo que puedo, pero no llegaré nunca a ese nivel.» Estas son algunas de las frases que escucho con frecuencia entre los alumnos de mi Taller de Escritura Creativa. Y es que se tienen tantos mitos y prejuicios en torno a la creación, se tiene tan idealizada la figura del artista y se mira con tanto romanticismo el trabajo artístico, que, quienes se atreven, terminan acercándose a la creación como de puntitas, temerosos de irrumpir y sin la fuerza necesaria para trascender (da igual a qué nivel). ¿Para qué creamos si no?

Empujado por las inquietudes que han manifestando mis alumnos y reconociendo en ellos las propias dudas o limitaciones que yo tuve frente a la creación, sintiendo la necesidad de acercarme fraternalmente para compartir un poquito de mi experiencia y lecturas, escribo este artículo. Me apoyaré principalmente de las ideas expuestas por Mauro Rodríguez en su Manual de creatividad (Trillas, 1985), aunque actualmente existen muchos otros autores que tratan el tema y cuya lectura recomiendo. Empecemos por lo más elemental:

¿Qué es la creatividad?
Cuando pregunto en clase: «¿todos podemos ser creativos?», se hace un silencio en el aula. ¿Por qué dudamos? ¿No son creativos también otros mamíferos, otros seres vivos? ¿Será que, a pesar de reconocernos como seres creativos, también sabemos que una inmensa mayoría prefiere no poner su creatividad en práctica, lo que nos lleva a pensar que quizá no todos somos creativos? ¿De qué depende que una persona sea creativa o no? Para aclararlo acerquémonos primero al significado del concepto creatividad. El diccionario de la Real Academia Española dice que es la facultad de crear o la capacidad de creación. Esta definición permite responder sin lugar a dudas a la pregunta con la que arranqué: sí, todos podemos ser creativos. Entonces, ¿por qué no todos lo ponemos en práctica? Así, a bote pronto se me ocurre decir que podría deberse a que las personas creativas y productivas están constantemente sometidas a la evaluación de los demás, y para sobrevivir a ello hace falta ser valiente, creer mucho en uno mismo y tener claros los fines de nuestra producción. Quizá no todas las personas están preparadas para resistir psicológica y emocionalmente la evaluación de los demás sobre su propia producción creativa, lo que podría llevarlos a decidir que es mejor reservarse. Aunque también tiene mucha culpa de ello el sistema educativo predominante, que prioriza, en favor de preservar las estructuras, la tendencia al servilismo práctico. En un sistema capitalista no todos pueden partir el queso, ¿verdad? ¿A caso los líderes mundiales, los grandes empresarios, las personas audaces que llevan hoy las riendas del mundo, no son creativas? La creatividad también es poder, y quienes conocen y sacan partido a sus capacidades, saben que no conviene que todo el mundo haga lo mismo. Poseemos el poder de crear, pero quien no se ha adiestrado para pensar y crear se expone a quedar al margen de este interesante proceso de superación y progreso. ¿Imaginas un mundo en el que todos fuéramos más creativos? Pero mi afán aquí no es hacer una feroz crítica contra el sistema, sino llevarte a comprender la creatividad desde una perspectiva menos idealizada y romántica.

La creatividad, en este sentido, debe ser comprendida como la capacidad para producir cosas nuevas y valiosas. En el caso de la escritura creativa, la palabra cosas refiere a textos. Así mismo, la creatividad, al ser una cualidad humana (ya hemos dicho que todos podemos ser creativos) es un hecho psicológico y, por tanto, debe estudiarse desde el punto de vista de los sujetos implicados. O sea, si queremos comprender nuestra naturaleza creativa y por extensión la naturaleza creativa del ser humano, habría que estudiar la creatividad desde el interior, desde el “yo”, comprendiendo que el fenómeno social de crear tiene origen en el individuo, lo que nos obliga a mirarnos en un espejo. Desde el “yo” se da el salto al “nosotros”. Se va de lo particular a lo universal. No perdamos de vista que la creatividad es una capacidad de producción, cuya naturaleza está sometida al juicio externo: ¿es nuevo o valioso lo producido? Impone un poco, ¿verdad? Lo primero que puede venirse a la mente cuando te das cuenta de esta realidad es: ¿quién es el juez?, ¿quién decide si lo que yo he creado es nuevo o valioso? ¡Menudo berengenal! Aterrizaremos en ello, pero para hacerlo con la perspectiva necesaria, demos respuesta a la siguiente pregunta:


¿Para qué es creativa la humanidad?
Todo lo que no es natural, es decir, consustancial a lo que el ser humano no ha creado, es producto de la creatividad aplicada: desde el bolígrafo con que atrapas tus emociones dentro de un poema, hasta la más elevada tecnología espacial, pasando por todas las culturas. Sin la capacidad creadora del ser humano, el mundo tal y como lo conocemos hoy no existiría. La creatividad es la sustancia misma del progreso humano. Sin la creatividad quizá estaríamos viviendo aún en la selva y comiendo raíces. Todo lo que hay en nuestro planeta puede dividirse en dos grandes reinos: la naturaleza y la cultura. Todo lo que no es natural es artificial o arte-facto, es decir, fruto de la acción transformadora del hombre.

El papel de la creatividad en la vida del ser humano ha llegado a ser sinónimo de plenitud y felicidad. Producir cosas nuevas y valiosas es fuente de gozo supremo. Al crear nos autorealizamos y vencemos la angustia de la muerte. Albert Einstein se oponía a que se rindieran honores a los sabios e investigadores, decía que ya era suficiente recompensa poder descubrir y producir algo nuevo. Aristóteles apuntó que el ser humano es acto y potencia, o sea, realidad y posibilidad. En parte somos y en parte podemos ser. Nos mantenemos abiertos a nuevos y originales desarrollos. Un bebé será en veinte años, mil cosas que de momento no son ni pueden preverse. La creación y su proceso no son sólo fuente de profunda satisfacción, los resultados, la producción misma lo es también: nuestras creaciones vienen a ser una extensión de nosotros mismos a través del tiempo y el espacio. La creatividad aumenta el valor y la consistencia de la personalidad, favorece la autoestima y consolida el interés por la vida y la supervivencia. En todas las épocas, la creatividad ha sido el motor del desarrollo individual y social. Los seres humanos no sólo somos animales programados para comer, descansar y “estar bien”, necesitamos procesos constantes de desarrollo y lucha que nos lleven a crecer y conquistar metas.

La ciencia del siglo XX, sobre todo a partir de Freud, desmitificó la creatividad al demostrar que no es la inspiración de las musas, sino el salto del inconsciente a la conciencia, lo que causa la vivencia de la iluminación. Según el psicoanálisis, el “niño” que todos llevamos dentro es el responsable de nuestra capacidad creadora. De los tres componentes psíquicos de la persona: Padre, Adulto y Niño, éste último es el principio de espontaneidad, curiosidad y aventura. Es el sentido lúdico de la vida.
El hombre, al ser un ser simbólico ha ido creando simbologías cada vez más ricas y complejas: lenguajes verbales y no verbales. Consiguió estabilidad y codificación: tal sonido se ligaba con tal objeto o acción. La laringe se afinó con los esfuerzos de expresión y comunicación. Tras miles de años fueron creados varios lenguajes simbólicos que, además de expresar y comunicar ofrecían otra ventaja importantísima para la evolución: hacer presentes las cosas ausentes. A través de los símbolos, el hombre ha podido poseer, percibir y tener juntas a la vez (mentalmente) miles de cosas, desde las más heterogéneas hasta las más remotas. La mente, contraria al instinto, vive siempre abierta a mil caminos y posibilidades. Los símbolos proveen las bases para crear: las creaciones son ante todo combinaciones. Así, la creación humana es consecuencia del lento y progresivo empeño de comunicación y trabajo en equipo. De modo que son ahora reconocibles, de manera general, tres motores poderosos de la creatividad: 1) La tendencia a la autorrealización. Sólo quien vive en un mundo simbólico puede apuntar al futuro, no quien vive encadenado al aquí y ahora, como viven los animales. 2) La consciencia del ser finito. La certeza de la muerte causa en el ser humano una especie de rebeldía contra este destino, originando el impulso a luchar por la permanencia simbólica, por sobrevivir de algún modo a la desaparición física. 3) La posibilidad de jugar. Basamos el juego en símbolos. Al jugar mentalmente con las cosas y las ideas, iniciamos nuevas realidades originales y flexibles. El que juega crea, el que no, no.

Ahora bien, ya que hemos reconocido por qué es tan importante la creatividad para los seres humanos, volvamos a la pregunta que atormenta:


¿Quién es el juez de lo nuevo y lo valioso?
Para dar respuesta a esta pregunta tan difícil habría que comenzar por reconocer que hace falta perspectiva. No puede darse una respuesta objetiva si nos quedamos en la subjetividad propia del “yo”, aunque veremos que dicha subjetividad es un principio fundamental para enfrentarse al proceso de creación.

Las personas depositamos una gran importancia a todo aquello que ha sido creado por otras personas, porque buscamos en dicha creación un determinado fin: ya sea la utilidad, la adquisición de un conocimiento, la expresión de un sentimiento o una sensibilidad estética, o bien la relación o vínculo moral y social. Nuestra cultura es producto del valor que hemos ido otorgando a las creaciones de otros. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar en lo terrible que sería el mundo sin la cómoda utilidad del papel higiénico? Da risa, pero incluso el papel higiénico, que pude hoy parecernos la cosa más elemental e intrascendente, tuvo que pasar por el dictamen, evaluación y valoración de las personas del mundo, hasta conseguir su universalidad. Quiero decir con esto que todos somos jueces, así como somos creadores. Aunque no nos cortamos un pelo para ser jueces y sí que mantenemos una postura prudente y quizá distante frente a la creación. Quizá porque es más divertido ser juez y no siempre es divertido y reconfortante ser juzgado, ¿verdad? Por eso antes dije que para ser creativo hace falta ser valiente. Es fácil asumirse como juez, pero no es tan fácil asumirse como creador. Piénsalo: cuando vas al cine y te decepciona la película que entraste a ver, no dudas un solo segundo en decir: «vaya mierda, ¿y por esto he pagado?» Y quizá tengas razón, tal vez la película era mala y se merecía tu evaluación fulminante. Pero asumir esa postura es facilísimo, reconocemos automáticamente el derecho a valorar: hemos pagado por ello y dedicado un tiempo considerable de nuestras vidas al consumo del producto, podemos decir lo que nos de la gana. Pero a que no es fácil ponerse en el lugar del director de la peli. ¿Lo has intentado?

Mi intención aquí es que seas capaz de cambiar el chip. Como todos, seguramente estás acostumbrado a posicionarte en el lugar de juez. Pero hace falta valor y un poquito de guía para conseguir asumir el papel de creador. Quizá esa película mala fue la primer película de un cineasta. ¿No tenemos derecho a equivocarnos? ¿Cómo aprendemos si no es a través de la práctica y el error? Ese director, gracias a nuestras evaluaciones sobre su obra, consiguió la oportunidad de crecer, mejorar y aprender de sus errores. ¿No encontramos diferencias entre la primera y la última de las obras de nuestro músico o cantante favorito?

Según Mauro Rodríguez, en términos generales podemos distinguir tres grados o niveles para valorar un producto. Con los años y poniendo atención en mi propia realidad, así como en la de mis alumnos, yo me permito agregar a esos tres niveles, uno más, al que me gusta llamar: 


Nivel cero o el nivel del “yo” 
Imaginemos una serie de cuatro círculos concéntricos. Algo parecido al objetivo de un tiro al blanco. El círculo central, o sea, el blanco, sería el nivel cero o el nivel del “yo”. Los siguientes niveles van acercando al borde exterior siguiente. En el nivel cero, el producto es evaluado por el propio creador. En el resto de los niveles el producto es valorado por otros. Así, el nivel cero o nivel del “yo” es un nivel de trascendencia imprescindible para enfrentarse a la creación: eh aquí la importancia de la subjetividad y la perspectiva sesgada del yo. Generalmente se nos enseña a valorar lo ajeno, lo que otros producen. Ya se ha dicho, además, que resulta más fácil e incluso divertido. Pero nadie nos enseña a valorarnos a nosotros mismos, a creer en nuestra capacidad de crecimiento y trascendencia personal y social. Aunque ahora veremos que, conocer la naturaleza del resto de los niveles de valoración es también importante para el creador, en mi opinión no hay nivel más importante que el cero. Si no nos conocemos a nosotros mismos y al mismo tiempo somos capaces de otorgar valor a nuestro propio trabajo, nadie más vendrá a reconocernos y reconocer que nuestro trabajo tiene algún valor. Así de simple.


Nivel uno: es valioso para el círculo afectivo inmediato
¿Qué es lo primero que hace un niño pequeño cuando ha terminado de hacer un dibujo? Va y lo enseña: «Mira, mamá, ésta eres tú y éste es papá y aquí está la tía Lola y el perro». El impulso natural del creador, una vez producida la obra, es buscar la valoración y el reconocimiento de su trabajo. Quien no lo hace, en definitiva, es porque tiene claro que la finalidad última de su creación es diversa y no busca, consiente o inconscientemente, que otros le otorguen valor. Así mismo, niega la posibilidad de que a través de dicha obra se transmita cualquier idea o sentimiento, o la posibilidad de que esa obra aporte un granito de arena en la conformación constante de la cultura. Hablo de un tipo de creación autocomplaciente o quizá autoanalítica. Un tipo de creación muy válida que guarda poca relación con la creación artística, en la medida en que no es comunicativa y encuentra su florecimiento, sobre todo, en el área de la terapia y la autosatisfacción.

Después de haber otorgado valor a nuestro propio trabajo y creer en nosotros mismos, éste es el siguiente nivel en el que podemos adquirir valoración y reconocimiento. Lo que habría que poner en tela de juicio es: ¿qué tan objetiva puede llegar a ser la valoración que se otorga en este nivel, si las personas que lo conforman son las personas que más nos quieren? Esto no significa que nuestros amigos o familia no sean capaces de juzgar con objetividad nuestro propio trabajo, pero si lo piensas un momento, ¿qué crees que va a responder la madre de ese niño pequeño que hizo un dibujo? «¡Qué lindo! ¡Bravo! ¿Quién es el niño más hermoso y más talentoso del planeta?» ¿A caso tus propios padres no te han dicho cosas como esa alguna vez? Así mismo cualquier persona que conforma nuestro entorno inmediato, podría no ser lo suficientemente objetiva al juzgar nuestras obras, porque está condicionada por sus afectos. Si te quiero no te hiero. Y como para mí es más importante nuestro amor, prefiero conservarlo y evitar cualquier acción que te lleve a pensar que no te quiero: incluso ser honesto y objetivo. Así piensan las personas de nuestro círculo más inmediato. ¿Debemos pues, confiar en su juicio? ¿Qué tan objetivo es? ¿Basta la valoración de las personas de este nivel? Sí, claro. Podemos confiar en su juicio. Si su amor es verdadero y esas personas conocen nuestros motivos, probablemente serán honestas y nosotros sabremos agradecer sus valoraciones: sean positivas o negativas. Lo que no puede pasar desapercibido es que el grado de objetividad de dichas personas suele ser bajo, y que si tenemos un objetivo de trascendencia mayor, si queremos conseguir que nuestra obra pase a formar parte de la cultura, entonces habría que abrirse y buscar valoración y reconocimiento en un siguiente nivel, uno que puede ayudarnos a confirmar que nuestro trabajo tiene sentido. En mi opinión, es en ese nivel donde verdaderamente se haya la satisfacción, autorrealización y felicidad, consecuencias de la actividad misma de crear. Los otros, más allá de los afectos.


Nivel dos: es valioso para el medio social
Sabemos que se ha quedado atrás el nivel uno cuando las personas que ahora otorgan valor a nuestro trabajo no forman parte de nuestro círculo social inmediato. Y las fronteras de esta zona de valoración pueden extenderse hasta las que delimitan nuestra propia nación. Más allá de nuestro círculo social inmediato, el de los afectos, está lo que llamamos “sociedad”: no a todos importa lo que sentimos ni todos nos aman, pero nuestro trabajo puede resultar trascendente a todos. Lo que me lleva a dejarte caer, como un cubetas de agua fría, la siguiente pregunta: ¿escribes para que te quieran? ¡Ojo!

Si nuestra obra consigue relevancia en nuestra comunidad, provincia o país, esto quiere decir que su trascendencia, sin ser universal, es alta, es decir, que la obra alcanzó un gran valor para las personas que conforman este nivel. Mauro Rodríguez dice que todas las personas pueden conseguir relevancia o trascendencia en este nivel, pero no todas las personas consiguen la misma relevancia o trascendencia en el siguiente: allí es donde radica la diferencia entre la genialidad y el talento. Todos tenemos talento, pero sólo quien cultiva su talento es capaz de alcanzar la genialidad. “Toda persona puede aspirar a aportar contribuciones muy estimables en los niveles uno y dos, y probablemente la mayoría, con un entrenamiento serio en creatividad, logre llegar a la zona tres.”


Nivel tres: es valioso para la humanidad
¿No usamos todos con gozo y deleite el papel higiénico? ¿No usamos todos un teléfono inteligente? ¿No sacamos partido a la Internet para adquirir y producir conocimiento? ¿No leemos y aplaudimos todos al riquísimo Cervantes?

Cuando una de nuestras producciones alcanza un tipo de reconocimiento y valoración capaz de transgredir fronteras, entonces adquiere la clasificación de clásico y su relevancia es universal. Estoy casi seguro de que alguna vez en tu vida has practicado, botella de champú en mano, el discurso de agradecimiento que darías al público de un gran auditorio, luego de haber ganado un importante premio. Si lo niegas, mientes. Todas las personas buscamos, de manera consciente o inconsciente, reconocimiento y valor en los demás. Somos seres gregarios. Y si estás comenzando a asumirte como creador (lo cual me haría muy feliz, porque significa que estoy cumpliendo mi cometido), es bueno que reflexiones sobre la importancia que tiene para ti alcanzar este nivel personal de trascendencia. ¿Te impulsa y anima la adquisición de este tipo de reconocimiento? ¡Estupendo! Pero si no es así, también es genial. Quiero decir que lo único que verdaderamente importa es que tengas claro por qué y para qué haces las cosas. No hace falta aspirar a ser un clásico para dedicarse a la creación literaria. Yo diría que basta con tener la necesidad de comunicar cualquier idea o sentimiento. Quizá no es tan importante para un creador, dejarse impulsar por la adquisición del reconocimiento universal, pero si fuera el caso: ¡maravilloso! Este mundo necesita genios. Y yo creo firmemente en que todos podemos llegar a serlo. ¡A estudiar y trabajar se ha dicho! Ahora bien, si no te motiva poner el listón tan alto, basta con que pienses en las razones que te llevan a la creación: ¿por qué o para qué escribes? Y recuerda que si al responder esa pregunta no encuentras la necesidad de conectar con los demás, si sólo escribes para ti y no te importa lo que piensen o entiendan los demás, entonces quizá tu práctica en materia literaria tenga como finalidad la autocomplasencia o el autoanálisis, en cuyo caso no tendrás que preocuparte por conseguir ningún tipo de valoración o reconocimiento ajeno, más allá tu terapeuta o de tu círculo social inmediato. La gente que nos quiere siempre podrá decir: «Qué arte. Eres un crack


¿Cómo y dónde se puede ser creativo?
Podemos hacerlo todo de manera rutinaria o de manera creativa. Aunque la creatividad es una habilidad, una capacidad natural del ser humano, más allá de ser una agudeza intelectual, es una actitud ante la vida. Las actividades que construyen nuestra cultura giran en torno a los valores. Ahora bien, cualquiera podría citar docenas de valores, pero cuando se trata de la trascendencia de un producto creativo, de un artificio o artefacto que lucha para abrirse un espacio en la cultura, es adecuado reducir a cuatro los valores fundamentales y trascendentales: la verdad, la belleza, la utilidad y la bondad. La producción que gira en torno a la verdad son las ciencias, la filosofía y la religión; la que gira en torno a la belleza son las artes y la estética; las que buscan la utilidad son las disciplinas tecnológicas; y las que buscan la bondad son las relaciones humanas en su sentido más amplio, es decir: la educación, la política, el servicio social, el derecho, la ética, la organización, la beneficencia, la comunicación social, etc.

Nuestra vida podría ser demasiado breve como para conseguir cierta trascendencia en varios campos dispares y florecer en cada uno de ellos. Ubicarse en el mapa requiere de un progresivo conocimiento de uno mismo y del entorno: “yo soy yo y mis circunstancias”, dijo Ortega y Gasset. Unos pocos ven claramente su lugar en este mapa desde la infancia. A la inmensa mayoría, en cambio, nos toca descubrirlo a través de los años, del estudio y de la práctica constante de la autocrítica. A pesar de que es conveniente la concentración en un solo campo, no pierdas de vista que han existido personas como Leonardo da Vinci, cuya aportación creativa a la humanidad atraviesa casi cualquier campo de acción. ¡No te limites!


En qué consiste el proceso creativo y cuál es mi propio proceso creativo
A lo largo de la historia los seres humanos nos hemos ido interesando más y más en nuestro propio mecanismo de producción creativa. Conociéndolo hemos sido capaces de reconocer la naturaleza de nuestras capacidades y, me atrevería a decir que también hemos ido perdiendo el miedo y con él los límites que impiden nuestro propio desarrollo. Se han hecho diversos estudios en torno a la creatividad y sus procesos. Si se le preguntara a diversos artistas cómo es su proceso creativo, cada uno respondería una cosa diferente. Cada cabeza en un mundo, ¿verdad? Lo curioso es que, cuando los estudiosos se han propuesto hacer esa pregunta a los artistas, para reconocer un proceso que ayude a la simplificación y comprensión del fenómeno, se han encontrado con que los artistas coincidían en al menos seis etapas, aunque variaran muchas otras. Esto es así porque el proceso creativo, en el fondo, implica casi siempre una estructuración de la realidad, una desestructuración de la misma y una reestructuración en términos nuevos. Diversos autores señalan las siguientes seis etapas como las típicas y fundamentales del proceso creativo: 1) Cuestionamiento. 2) Acopio de datos. 3)Incubación. 4) Iluminación (epifanía). 5) Elaboración (realización). Y 6) Comunicación.

Merece la pena conocer a profundidad cada una de estas etapas del proceso, así como establecer una comparación entre ellas y las etapas de nuestro propio proceso. De modo que, al contrastarlas, seamos capaces de poner a prueba la eficiencia de nuestro modo de proceder. Sólo cuando uno conoce su propio proceso puede ser congruente consigo mismo y sus circunstancias, para poner el listón a la altura ideal, ni más arriba ni más abajo, teniendo claro por qué y para qué hacemos lo que hacemos. Uno de los objetivos de mi Curso de iniciación del Taller de Escritura Creativa es precisamente este, el que mis alumnos alcancen a conocer cómo es su propio proceso creativo. En resumen, para comprender mejor el proceso creativo desde un punto de vista global, esto es lo que debemos reflexionar sobre sus etapas: 

Cuestionamiento. Quien no se pregunta nada, tampoco tiene nada que decir. De este modo, el cuestionamiento sobre la realidad, que tiene una estructura, es desestructurada y vuelta a reestructurar por nosotros mismos, es el principio básico de toda creación. Si no se cuestiona la realidad, sino hallamos problemas en ella, ¿para qué hacer nada?, ¿para qué buscar mecanismos de transformación?

Acopio de datos. Una vez que ya tenemos la pregunta, lo que hacemos instintivamente es buscar una respuesta. Y para ello nos enfrascamos en una exploración de la realidad que, al ser desestructurada y vuelta a reestructurar, nos permite elaborar nociones personales y subjetivas de la misma, estableciendo así nuevas ideas sobre aquello que ha demandado nuestra atención en un principio, al grado de problematizar dicha realidad.

Incubación. Ya tenemos la pregunta y la respuesta. Diríase, en el mundo del arte, que ya tenemos el contenido y comenzamos ahora a buscar el continente. Queremos escribir un cuento, por ejemplo. Ya sabemos la historia que vamos a contar, pero no sabemos aún cómo contarla. La incubación es ese momento del proceso creativo en el que nuestra mente rastrea el modo, la forma más adecuada para conseguir el objetivo, hasta que ese rastreo llega a su fin con la:

Iluminación o epifanía. «¡Eureka!», dijera Arquímides. Esta etapa viene de la mano de la anterior, es su consecuencia inmediata. Representa ese momento preciso en que hemos dado solución al dilema de la forma, o dicho de otro modo, ese momento en que estamos bajo la ducha y de pronto algo hace clic en nuestra mente y salimos corriendo, empapados, para tomar nota de nuestras ideas, no vaya a ser que desaparezcan como el humo que se diluye con el viento. Ahora ya sabemos cómo. Lo que deja al descubierto que la mayoría de las etapas del proceso creativo implican el noventa por ciento del trabajo, que es de carácter mental o intelectual, esclareciendo que la parte práctica del proceso se concentra sobre todo en la:

Elaboración o realización. Cuando ya sabemos qué decir y cómo decirlo. Lo único que tenemos que hacer es crear, materializar lo intangible. Este es el cúlmen de la actividad creadora, pero no el fin del proceso creativo, pues, ¿para qué ha sido creada la obra, sino para darse a conocer y así someterse a la evaluación, en la búsqueda constante de la trascendencia y la construcción de la cultura? Una vez realizada al obra damos pie a la:

Comunicación. O, ¿pensabas dejar guardado en un cajón tanto esfuerzo? Y es ahora cuando te preparas para recibir la crítica, la valoración de otros sobre tu trabajo. ¡Tachán!

Ahora que tienes una visión más global del proceso creativo, lo que deberías hacer es ocuparte de conocer tu propio proceso. Conocerlo te dotará de herramientas eficientes para enfrentar el duro proceso de valoración que otros harán sobre tu obra. Así mismo, al reconocerlo por vez primera, serás capaz de comenzar una hermosa y estimulante etapa que durará tanto como te mantengas productivo, me refiero a que una vez reconocido y explorado tu proceso, una vez lo compares con los procesos de otros y consigas sacar partido de ello, te darás cuenta de que el camino del artista no es otra cosa que la reinvención constante, querrás explorar otros territorios y comenzarás a ponerte a prueba en la búsqueda de procesos de creación inexplorados. Lo que prueba que los seres humanos necesitamos procesos constantes de desarrollo y lucha que nos lleven a crecer y conquistar metas: somos creativos y guardamos un interés perpetuo por reinventar, innovar, crecer y trascender: personal, social y hasta espiritualmente.

En el Curso de iniciación del Taller de Escritura Creativa, encontrarás la oportunidad de acercarte al conocimiento de tu propio proceso creativo, en la búsqueda de tu propia metodología. ¿Qué? ¿Te animas a pasarte del lado del creador o te vas a quedar acomodado en tu butaca de juez?



Israel Pintor.