Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: diciembre 2010

El sonido que se olvida escuchar, Reyes F. Lerate


"Shhhh" pidió ella llevándose el dedo a los labios.
-Calla, calla un momento y escucha. Atentamente. No con los oídos, escucha con todo tu cuerpo porque para eso lo tienes, ¿no puedes oír el viento?, ¿no lo oyes?
-Pero ése sonido no es el viento, mamá.
-¿Qué piensas entonces? ¿Crees que puede ser algo más cercano?
-Sí.
-¿Algo como qué? -preguntó ella fingiendo desconocer la respuesta.
Al fin y al cabo las madres lo saben todo y por no contradecir ésto, la señora Rodriguez, no iba a ser menos.
Pero su hijo ya estaba acostumbrado a las historias que su madre contaba, a veces eran cuentos carentes de lógica en los que su hermana Talía bailaba sobre el sombrero de un sultán, otras veces sus historias trataban de hechos reales que ella modificaba a su antojo diciendo cosas como: "Y en el momento en el que Thomy pudo encender la primera bombilla, su bigote se retorció como si fuese una serpiente y se le cayó al suelo. Nunca más volvió a crecerle y tuvo que vivir sin bigote alguno por el resto de su vida. ¿De qué te ríes? ¿Es que alguna vez has visto a Thomas Alva Edison con bigote?".
Sin embargo, en algunas ocasiones ocurría que cuando él y su madre se sentaban a hablar, él sentía que su madre tenía razón e incluso pensaba que sus historias podían ser ciertas. Eso le fascinaba, ¿acaso no era superguaymegamaravilloso que su hermana Talía bailase sobre el sombrero de un sultán? Y precisamente aquello le ocurría en esa oscura noche de otoño, sentado a las orillas del río.
-Creo, mamá, que ese sonido viene desde alguna parte de nosotros mismos -dijo, dejándose llevar por la fluidez con la que las palabras salían de su boca.
Si se hubiera parado a pensar lo que había dicho, seguramente se habría sonrojado, pero nuestro amiguito no lo pensó y por eso tienen tanto valor sus palabras.
-¿Piensas que ese sonido lo provocamos nosotros? ¿Como cuando te suenan las tripas? –preguntó ella.
-A lo mejor ¿Tú qué crees?
-Yo creo que ese sonido es mucho más que un rugido de hambre. Es una emoción, como si un trueno atravesase nuestros pensamientos.
-¿Los truenos pueden hacer eso?
-Oh, claro que sí. Pueden hacer eso y mucho más, incluso hacer que llueva en tu propio cuerpo... Pero no es sólo eso, me refería al sonido que tan sólo tú y yo escuchamos… Ése que proviene de un lugar secreto que sólo tú y yo conocemos. Un sonido que a la mayoría de la gente se le ha olvidado cómo se escuchaba.
-¿Cuál, mamá?
-La imaginación.

Soy, Haime con Hache

"Soy la destrucción injustificada de una puerta de madera por las patadas de un niño de tres años, la búsqueda de la emoción de clavarse unas tijeras en las propias manos. Soy el coño de Alicia, el yonki de mi barrio en los baños de aquel colegio de primaria. Soy la primera calada a un cigarro tirado en el suelo, con rastros de carmín. Mitad Eduardo, mitad Alberto. El gazpacho de las aburridas mañanas de verano. 
Soy la saliva del primer beso, los labios de María. Soy el cantante de aquel concierto en donde me ignoraba, como un móvil sin saldo que solo contesta a tus llamadas.

Soy una calle vacía, como el borracho de la esquina un domingo por la tarde.
Soy el veneno de un cachorro inofensivo que daña sin darse cuenta.

Uno más al fin y al cabo."

Navidad, Rosa Salinas

Cuando era pequeña contaba los días que faltaban en el calendario para la Navidad. Deseaba no ir al colegio y despertar el seis de enero con miles de regalos bajo el árbol y montañas de chucherías en los zapatos. No quería crecer para seguir jugando siempre. Ahora, algo más grande, esa ilusión se ha tornado en melancolía por esos tiempos pasados. Tristeza por los que nos han abandonado. Cariño por los que permanecen. Ahora, es cuando apenas comienzo a entender el sentido real de estas fechas. He aprendido que es el momento de reencontrarse con los amigos de siempre. Acortar las distancias. De confesar al calor del vino, la soledad de tus días. De soplar velas con deseos. Compartir muertes de chocolate. De planear festivales. Conducir bajo la lluvia para ver a alguien deseado. De mirar a los ojos vidriosos de una amiga, y reconocerte. De abrazar y dejarse querer. De reír hasta llorar. De bailar. Emborracharse. Loquear. Son los días de ir a conciertos inesperados. Acompañar en una mala noticia. Dar la mano y huir juntos. Correr tras una llamada de auxilio. Escuchar una canción regalada. Viajar durante días. De un café sin prisas. De agradecer un gracias. Compartir un colchón. Pintarse las uñas de rosa. De que te pidan permiso para un beso. De pan y agua. De ciudades iluminadas. De estar acompañada. Revelar fotografías y recordar. Envolver una sorpresa que regalar. Contar y que te cuenten. Mensajes de móvil nocturnos. Buenos días con resaca. Chats a media noche. Una botella de vino y cartas rotas. Un te quiero en el asfalto. Adornar un árbol que no sea el tuyo. Recibir visitas. Hacer las maletas. Abrigarte y seguir sintiendo el frío. De recibir una camiseta por correo. Abrir el paraguas y caminar abrazados. Un te quiero, te necesito, y te echo de menos. Sabores dulces. Recuerdos amargos. La navidad, ya veis, entendí que son todos estos momentos que vosotros AMIGOS, me regaláis.

Reflejos, Cecilia Parra


El dolor es el destello del lagarto feroz
Que abre sus mandíbulas al sol,
Mientras en la playa naranja suena la música de la culpa.

Llegamos a la casa
Hartos de gruñidos y traiciones,
Tostados en esos días melancólicos, por no cubrirnos con el bronceador de la alegría.

Llegamos, repito, y doblamos nuestro desengaño,
Lo guardamos en el cajón de la ropa interior.
Nos vestimos de ceguera y recelos.

Regamos con llanto las plantas del jardín
Y soñamos con la esperanza,
Con aquellos jóvenes susurros,
Despojados de negrura y congoja.

Abrazamos el astro que nos alumbra
Que no es otro, sino la resignación.
Y en la noche nos tumbamos
En la arena extinta de la prehistoria.

Jugamos a hacer sexo de la ira
Y buscamos la sacudida final de los omnívoros….

La merienda, Marianela Castilla


Se esforzó más y más, hasta que finalmente, logró colarse entre dos barrotes que se le habían resistido desde que decidió entrar en aquél lugar.

Su empeño tenía que ver con entrar en una casa abandonada: la que habitaba la protagonista de una antigua historia de un antiguo amor.

Anduvo obsesionado con la idea de encontrar sus cartas allí. Si tan poco le importó él al final, poco le importarían aquellas cartas. Estarán allí, pensó.

Aquél lugar se le había resistido desde que ella, después de unos cuantos años juntos le había dicho que no quería verle más. Así, sin más. Justo en el momento más dulce para él. Cuando el amor que, primero no sentía por ella, se transformó en amor que sí sentía y se juntó con el amor que se le acumulaba cada día que pasaba sin verla.

Así, iba haciendo acopio de cantidades ingentes de amor dulce que se le salía a borbotones por los ojos, por los poros... por todo el cuerpo se le salía el amor sumado de un día más otro y otro sin verla, mientras la esperaba para regalárselo todo. Pero el día en que la vio, ella, Clara, le dijo adiós.

Tuvo que quedarse todo el amor, entero para él, porque ella no lo quiso más. Juan tuvo que arrancarse los restos de amor que tenía desparramados por todo el cuerpo. Tuvo que comérselo con el orgullo y con todo lo que tenía de valor. Tal fue la indigestión que aquello le provocó que estuvo ausente de esta vida por mucho tiempo.

Recuperado, repuesto y bien, como no podía ser de otra manera —ya se lo decía su abuela--  comprobó, con la primera sonrisa que esbozó y con la que notó su vuelta al mundo terrenal, que algo había cambiado, le faltaba, había perdido y se preguntaba si no se lo habría comido para siempre con el amor....

La idea de atravesar aquellos barrotes empezó a obsesionarle desde que supo que ella había abandonado la casa. Desde entonces acudía cada día ante ella.

Habían sido fuertes en otros siglos esos barrotes, pero el tiempo les había llovido, abrasado, gritado y friccionado tanto que ahora presentaban un aspecto menos gallardo, más humilde, más relajado, como resignado. 

Descubrió, como en todo, el punto más débil y atacó por ahí. A paciente no le ganaba nadie. Después de morirse por morirse, sin morirse, desarrolló una paciencia impropia de nadie de este mundo, proporcional a su obcecación. 

Limó, cada día un poco, los barrotes por la base hasta que los notó bailar. Aflojó la voluntad del hierro y del hermetismo de aquél lugar. Hirió un poco el orgullo de los barrotes y de aquella fachada que siempre se le antojó soberbia y altiva.

“Si entra la cabeza, entra el resto del cuerpo”. Recordaba Juan la frase que siempre decía su amigo de la infancia. Una regla, cierta y básica, pensó.

Se esforzó y se coló, primero la cabeza y luego el cuerpo. Entró al jardín. A uno de los lados, donde estaba la puerta principal, vio la hilera de diez leones morados del tamaño real de un gato, que él regaló a Clara en uno de los aniversarios, cuando tan ilusionada estaba con la casa a la que se acababa de mudar. Entonces, él no la amaba tanto --recordaba ahora con desdén-- pero cuánto habían disfrutado luego mirando aquellos leones horteras desde la ventana, confiando en que un día de lluvia aliviara un poco aquél chillido morado que exhalaba la cerámica de los animales.

Ahora parecían querer ir tras él. “No os querría tanto ella cuando os dejó ahí”, pensó mirándolos fijamente, mientras sintió un rasguño leve de nostalgia.

Se dirigió a ventana de la cocina, que nunca logró arreglarse. Sin mucho esfuerzo logró colarse y accedió a la casa.

La cocina, el salón, el cuartito de papel pintado..todo estaba como lo recordaba, aunque sin los pocos muebles de ella y cubierto con una espesa capa de polvo que Juan no tuvo ningún interés en quitar de ninguna superficie... ni de ningún interior.

Subió las escaleras de barandilla blanca de madera, sobre la que tantas veces se besaron cuando tampoco lo que sentía por ella era para tanto...subía lentamente, mientras el arañazo de la nostalgia volvió a atacarle, esta vez, con más fuerza.

Al llegar arriba se mareó. Se agarró a la puerta del dormitorio principal que tantas noches agotaron, cuando tampoco la amaba tanto...donde él lo dio todo sin importarle que un mordisco de ella lo matara.

Buscó entre los pocos muebles que quedaban. En una cómoda que dejaba ver bajo el polvo la pintura a rayazos desiguales de un beige decadente y madera oscura encontró la caja de sus cartas. Las que durante cinco años había dirigido a Clara. Algunas tomando la iniciativa, otras como respuesta a las palabras escritas de su amada. Allí estaban años de amor, comunicación, conversación, incomprensión, desasosiegos, anhelos...¿cómo era posible encontrar allí todo aquello, ahora ausente?

Allí estaban sus cartas, apiladas, sin orden y sin cuidado, como esperando aún ser clasificadas atendiendo a algún criterio. Algunas fuera de sus sobres, otras en sobres que no les correspondían.

Su cuerpo tembló. Se recordó allí, en un inicio incierto y luego desvelado en un fin que le volvió a horrorizar de la misma manera, como si no hubieran pasado los años que desgranaban las cartas.

Tuvo la tentación de leerlas todas. Las miró por encima. Su mente jugaba a relativizar el tiempo y su vida atrás. Se preguntaba si habría cambiado la realidad haber elegido otro comienzo para la carta que tenía delante, o haber elegido otra palabra para el saludo. ¿Habría sido otro el destino si no hubiera puesto ese final? ¿Habría sido distinto de haber citado otro poema?

Tuvo la tentación de leer más, pero paró. Una parte de élestaba ahí. Se sentó sobre el colchón que estaba en el suelo, desamparado de toda noción acogedora. Arrugó la cara y la carta que tenía entre las manos, abrió la boca y empezó a comérsela lentamente, masticando cada letra, cada palabra. Cada una le arañaba el cuerpo y el alma al entrar. Repitió esta operación con las cartas que había en la caja. Las engulló todas. Sin discriminar. Se tragó más de una factura de la luz...y no paró hasta comerse entero su pasado.

Exhausto y extrañamente saciado de sentimiento, de pasión, de azúcar y amargura, de risas de vaguedades, de hastíos, de dudas existenciales, de tinta y de papel... cerró los ojos. Estaba completo.

Vio bajar a Clara y acercarse. La vio acariciarle el rostro, le vio derrochándole una ternura jamás experimentada antes ni con Clara ni con nadie, la vio mirarle con unos ojos conmocionados y eternos, la vio besarle primero en las mejillas y luego en los labios. La vio irse derretida en el calor del fuego del beso. Y la escuchó decirle “no pudo estirarse más, pero existió”.

Juan dejó morir esa parte allí. Se levantó y se fue más ligero de cuerpo y alma, tan incompleto como entró. Pero existió.

Mi credo, Rosa Salinas


Creo en la locura, poderosa atrevida de experiencias y safaris sin fin.
Creo en la mano amiga, cuidadora de emociones, sanadora de desengaños y compañera de viajes.
Creo en la madre abnegada, la que sacrifica  y sufre por lo que conoce.
Creo en el perdón como indulgente del corazón propio.
Creo que el que nada sabe y poco desconoce.
Creo en los valientes e  irreverentes, inconformistas y deslenguados.
Creo en los animales.
En la bondad altruista y zalamera.
Creo en lo posible y lo imposible.
En el fuerte y al mismo tiempo delicado.
Creo en el débil confeso.
En el compañero garante del éxito.
Creo en el amor comprometido y caprichoso.
 Creo en mí. En mi familia que me mira por dentro.
En la hermandad heredada y comprometida.
 En los ojos de un anciano. En la mirada de un niño.
En el capricho del destino. La involuntariedad de la razón.
Creo en que todo se logra y no poco se consigue.
Creo en el despropósito, la equivocación y la indulgencia.
 Creo  en amaneceres más dulces con compañía.
Creo en el buen hacer y las palabras adecuadas.
Creo en el error. En el ser humano. En un mundo distinto y mejor.
Creo en la razón. En la vehemencia.
En la educación como cimiento de lo bello.
En la sin razón del luchador.
Creo en el éxito de la bondad, y el castigo del terror.
Creo en que lo bueno no es finito y el dolor elige víctima sin razón.
Creo en que todo es posible si se cree.
Yo Creo, que Creo.