Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: 2016

Se llama Brenna, Álvaro Gil de la Calle

Tres de la mañana. El agua se deslizaba por la fuente con una suavidad hipnótica. Era una noche muy fría la de aquel otoño, demasiado fría como para caminar por callejones estrechos y oscuros a altas horas de la madrugada, donde las sombras parecían cobrar vida, pero eso hice, andaba. Mis pasos resonaban con fuerza. A medida que avanzaba las luces de las farolas del puente cegaban mis ojos y el tosco asfalto de piedra resquebrajaba mis talones. Sentía un dolor punzante, como si me hubieran clavado algo. Un pequeño gato negro de apenas semanas de vida maullaba sin cesar bajo un coche. Su madre yacía moribunda al otro lado de la calle. El instinto de supervivencia del joven felino hizo que, tras un alarido entrecortado por la fuerte ventisca, saliera a mi acecho como si de una valerosa pantera de la selva se tratara y, seguidamente, se tiró a mis brazos buscando mi calor. En ese instante comenzó a llover con violencia. No tuve más remedio que guarecerme bajo un árbol de ramas sinuosas. Decidí adoptar al gato y llamarlo Brenna, que significa pequeña gota de lluvia. Aún quedaba una distancia prudencial hasta llegar a casa. Esperé a que escampara y cuando amainó levemente me apresuré despavorido hasta la techumbre del portalón principal de mi viejo apartamento en el centro de la ciudad.

Ya en casa pude comprobar cómo Brenna, a pesar de su corta edad, gozaba de una inteligencia asombrosa. Sus pupilas estaban dilatadas. Pude apreciar que tenía unos ojos amarillos, tan deslumbrantes como la luz de las farolas del puente donde lo encontré. Le puse un recipiente con agua tibia y otro con una lata de atún que traté de desmenuzar para que pudiera ingerirlo. Cuando acabé de ducharme el gato ya se lo había comido todo. Tenía la barriga hinchada, dormía sobre un cojín que se había caído al suelo.
Le puse una caja de arena junto a la chimenea. Hacía pocos días que Sophie me regaló una vasija que contenía esa arena. Aquel regalo intentaba evocar la idea de que el mundo es para el universo como un minúsculo grano de arena; había sido un milagro conocernos.

A la mañana siguiente Sophie entró por la puerta junto con los primeros rayos de sol. Tenía aspecto de haber llorado. Brenna dormía apaciblemente en el hueco que se formaba entre mi cuerpo y el borde sobrante del sofá. No me percaté en qué momento de la noche trepó y se acomodó allí. Sophie nos sobresaltó:
—Llevo llamándote toda la noche, tu móvil no está disponible.
—No me he dado cuenta, mi teléfono se quedó sin batería —me incorporé un poco sin la intención de levantarme.
—¿Y ese gato?
—Se llama Brenna. Anoche fui a buscarte al trabajo para darte las gracias por el regalo. Al llegar no te vi, supuse que al final no trabajabas ese día pero antes de marcharme escuché tu voz. Te vi. Te vi con ese amigo tuyo de la infancia. Ese con el que, según tú, nunca habías tenido nada más que amistad. Encontré a Brenna de vuelta. ¿Quieres explicarme qué haces aquí?  

No respondió. Se quedó obnubilada mirando cómo se apagaban las últimas llamas de la chimenea y la arena mojada junto a la vasija que me regaló. Dejó las llaves sobre la mesa, salió apresurada sin despedirse. Esbocé media sonrisa al comprobar cómo Brenna pegó un salto desde el sofá y volvió a orinar en un montículo de arena que se había formado sobre la caja que le preparé, al tiempo sonó un fuerte portazo, Sophie salió del edificio.

Álvaro Gil de la Calle es abogado, músico y letrista.
Ha sido alumno del Curso intensivo de iniciación
y  en 2017 comienza a trabajar en un proyecto musical y
narrativo a través del Coaching literario.

El sonido de la matraca, Antonio Martín Pradas

Las campanas de la parroquia mayor tocaban a muerto. El sonido lúgubre y entrecortado se acompañaba del volteo atronador de la matraca. Aviso inconfundible de que no era seguro estar en la calle, que Jesús había muerto.
Los vecinos de la localidad entornaban las puertas de entrada a sus casas en señal de duelo. De puertas para adentro todo era silencio. Estaba prohibido vivir. La matraca se encargaba de difundirlo a los cuatro vientos, siendo las primeras en percibirlo las cigüeñas que anidaban en la torre.
El país se había vuelto fúnebre por tres días. La radio sólo emitía noticias en las horas establecidas y música religiosa, adagios, pavanas, obras de órgano de Bach y del piano intimista de Chopin. 
Las mujeres acudían a las horas de misa debidamente recatadas en negro: falda por debajo de las rodillas, brazos cubiertos y velo acompañado de un rosario.
Volvió a sonar la matraca. Los niños que jugaban en la plaza corrieron despavoridos hacia sus casas. En ese instante, los curas se reunían en la sala capitular de Santa Cruz para consensuar el orden de las procesiones que salían la noche de la muerte de Cristo.
El Vicario llevaba la voz cantante, era el que se encargaba de conciliar los problemas entre feligresía, clero y el arzobispado de la capital. Sin lugar a dudas, la experiencia le servía para manejar a la perfección al resto de curas y beneficiados.
Como cada año saldría primero el Confalón de la Victoria, seguido de la Sangre de Santa Cruz, la Exaltación de la Merced, la Mortaja de los Descalzos, para concluir con San Juan a altas horas de la madrugada.
Todos estaban de acuerdo, era preciso seguir la tradición tal cual se había heredado, aunque el Consejo de cofradías y hermandades aún no había dicho la última palabra.
De fondo, en la sala contigua, Serafín, el sacristán y ayudante del Vicario, sintonizó en la radio las palabras que el caudillo estaba dirigiendo al país en un momento crucial para todos. Jesús había muerto. En las casas, varias generaciones se arremolinaban en torno al receptor para oír las palabras de su “salvador”. Todos callaban y asentían, aunque algunos creían que ya había muerto 1968 veces, que ya estaba bien de cristos, vírgenes, curas y dictadores.
­            —¿Qué?, Serafín, ¿algo nuevo? —preguntó don Rogelio.
—Nada señor Vicario, lo mismo que el año pasado. Que hay que guardar luto tres días por Nuestro Señor.
—¿Sólo eso? —balbuceó don Rogelio.
Como se anunciaba anualmente, los cines, bares y discotecas permanecerían cerrados. La televisión, emitiría con la pantalla de sintonización y música religiosa de fondo, como sucedía en la radio. Todo quedaba dentro de lo que las autoridades consideraban como diversión, y eso estaba totalmente prohibido.
—Sigue siendo duro el cabrón —replicó don Rogelio.
—¡Que no le oigan! —exclamó Serafín, a la vez que se acercaba a la puerta del despacho del vicario por si alguien los había oído.
—Don Rogelio, tiene que ser más prudente.
—Prudente ni prudente, esto va a estallar y nos va a coger en medio. Y cuidado con el concejillo de tontos de capirote de cofradías y hermandades que está minado de chivatos. Hay que decirles a todo que sí.
En ese instante don Rogelio gritó desde la puerta de su despacho.
—¡Niñoooo, Paquito! Sube a la torre con los monaguillos y da los cuartos con la matraca, que ya es hora —Paquito obedeció.
—Pero solo la matraca, las campanas que duerman en espera de  mejores tiempos.
De nuevo, la matraca inició su martilleo roto, coincidiendo con la entrada en el patio de la iglesia de un escuadrón de la Guardia Civil vestido de gala. Se acercaba la hora de la salida de la Sangre. Mientras en la ciudad comenzaron a cruzarse los toques de las distintas matracas de las torres parroquiales y conventuales, destacando como siempre la de la vicaría.
Por un momento don Rogelio pensó: otro año que no veo al Confalón salir, otro año que no la veo, ¿dónde estará?, ¿qué habrá sido de ella?.
—¿Dónde está Fernando?
—Calla, Serafín.
La pregunta del sacristán le sacó del recuerdo de algo que tenía escondido muy dentro y que nadie podía imaginar. En ese instante los dos se miraron fijamente aumentando la tensión y el nerviosismo calmado.
—Aquí viene el picoleto, seguro que pregunta si le hemos visto.
—¡Calla! —exclamó don Rogelio
—Buenas tardes señor Vicario, estamos preparados para iniciar el cortejo procesional. ¡Como todos los años!, la Sangre es la Sangre y la llevamos dentro desde muchas generaciones atrás.
Don Pablo, que así se llamaba el capitán de la Guardia Civil de la localidad, no dejaba de observar cada rincón del despacho, mientras se hacía el interesado en los cuadros y enseres religiosos que decoraban la estancia, llegando incluso a entrar en el archivo.
—¿Busca usted algo? —preguntó don Rogelio
—No, nada —contestó don Pablo—, pura curiosidad. Por cierto, ¿sabéis algo de Fernando?, el prófugo. ¿Le habéis visto? Tenemos información de que merodeaba anoche por las inmediaciones de la puerta trasera de esta iglesia.
—Rumores —intervino Serafín.
—Sí, solo rumores —replicó don Rogelio. Sabe que le habríamos avisado si tuviésemos noticias de él.
—Tengo algunas patrullas buscándole, para ello entran en las casas que todos sabemos, no son de fiar. Espero no tener que ir a la suya don Rogelio.
—Perdone, hemos de dejarle, hay que prepararse para iniciar la procesión, la hora se acerca —comentó el Vicario, evadiendo las preguntas y la tensión que se respiraba en el ambiente.
—Ya hablaremos, respondió don Pablo, y si os enteráis de algo avisadme.
Media hora después comenzó el desfile procesional. Lo iniciaban seis caballos cartujanos montados por guardia civiles de gala con lanzas. Les seguían la banda del Valle y la cruz de guía, desplegándose a continuación un manto de capirotes rojos con capas blancas que, poco a poco, iban ocupando las calles del barrio.
—Corre Fernando, ponte el costal y la faja y métete en el centro de la segunda travesera.
Don Rogelio suspiró para sus adentros, mientras Serafín ayudaba al prófugo a ataviarse, desapareciendo debajo de los faldones de terciopelo rojo del paso del Cristo de la Sangre.
Nadie de la cuadrilla se sorprendió ni le reconoció, ya que se trataba de una cuadrilla de pago integrada por estibadores del puerto de Sevilla. Allí estaría seguro por el momento, pensó el Vicario.
Fernando, acomodó la morcilla sobre su cuello y al toque del llamador unió sus fuerzas a una treintena de hombres recios, elevando el pesado paso del Cristo.
Paso a paso, chicotá a chicotá, revirá a revirá, fueron posesionando por las calles establecidas en el cortejo, hasta llegar a la calle Zamoranos. Se encontraban en el centro del barrio de los gitanos. Un barrio pobre y deprimido donde se apiñaba la gente en casas de vecinos, corrales y laberintos, entre los que se ubicaban algunas casas de citas donde acudía el rancio señorío.
En una de las paradas, don Rogelio, que iba detrás del paso del Cristo, justo entre las maniguetas, acercó su cara al respiradero y gritó: —¡Ahora!
En ese instante, Fernando comenzó a correr mezclándose con el gentío hasta alcanzar el lugar que le había indicado Serafín. En su huida se plantó en San Agustín, escondiéndose en las ruinas de la iglesia del convento exclaustrado el siglo anterior. Allí se creía seguro, debía permanecer solo unos días. Le enviarían alimentos y nuevas instrucciones con un feligrés adepto a la causa. Mientras tanto, la seguridad de las ruinas y del antiguo camarín del Cristo de la Sangre le parecía el mejor escondite que podía encontrarse en la ciudad. Este extremo de la población era poco frecuentado y menos los días en que Jesús está muerto. ¡Bien pensado, por parte de don Rogelio¡, pensó Fernando. En ese instante se alegró, sintiéndose fuera de peligro.
El domingo, sobre las tres de la tarde, se presentó don Pablo en el patio de Santa Cruz, frente al despacho del Vicario. Le acompañaban cuatro guardias civiles que portaban un maltrecho ataúd sobre un carromato. Al observarlos desde su mesa, don Rogelio se echó a temblar, no sabía qué hacer ni que pensar.
Don Pablo se acercó y le dijo
—Aquí traigo a un republicano para que le dé sepultura.
A don Rogelio no le salían las palabras del cuerpo, se le vinieron a la cabeza varias posibilidades. A duras penas contestó:
—Para eso estamos. ¿De quién se trata? —dijo forzando la voz.
—De un desgraciado que unos niños han encontrado en las ruinas de San Agustín.
—Pero ¿de quién se trata y por qué lo de republicano? replicó el Vicario con el vello erizado.
—No se sabe, una gran piedra del antiguo camarín le aplastó la cabeza y está irreconocible. Lo de republicano por la bandera que tenía en uno de sus bolsillos. Un pobre desdichado, uno menos.
—Por cierto,  ¿ha visto a Fernando Torres?, seguimos buscándole y creo que no debe de estar lejos, ¿en su casa tal vez?
Don Rogelio, mudo de dolor no pudo contestar.
De nuevo la matraca volvió a sonar indicando que se aproximaba la hora de la resurrección del prófugo, de su amigo el republicano.


Antonio Martín Pradas es alumno del Curso de iniciación.
Trabaja en el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico.

Por favor trata de ser breve, Alfonso Pino

Ahí viene Pepe anuncia Eduardo.
 —Hoy es lunes, así que traerá una nueva historia, —comenta Andrés.
En el “Café con Cuento”, pequeño restaurante ubicado cerca de la estación Tobalaba del Metro de Santiago, se juntan al mediodía, hace ya largos diez años, lunes, miércoles y viernes, un grupo de ex compañeros de trabajo, todos jubilados mayores de 75 años. Ese día son ocho contertulios dispuestos a disfrutar una conversación mientras degustan un café, comentando el acontecer, aceptar las bromas y lo que habían hecho ese fin de semana.
Pepe que acostumbra ser el último en llegar, entra al café con la seguridad y desplante que caracteriza a los profesionales de marketing, su especialidad. Se sienta en una de las cabeceras del par de mesas que ocupaban sus amigos y en cuanto termina de saludarlos dice:
            No saben lo que me pasó el viernes por la tarde.
Imposible saberlo si no andábamos contigo acota Miguel, abogado de profesión.
            Venía del doctor, tenía hora con el urólogo. Qué desagradable, ustedes saben.
Pepe, te agradecería que nos hicieras un resumen, tengo que estar en mi casa para almorzar a las dos solicita Joaquín, con la premura habitual de los profesionales que han trabajado en operaciones.
Este no sabe lo que es un resumen, así que deja lo de siempre y ándate, no termina antes de las dos treinta aconseja Vicente, que como contador-auditor llevaba el control de las cuentas.
Que esta vez se queden dos para escuchar el cuento y no pasar por mal educados, en una próxima oportunidad se quedan otros sugiere Manuel, que por años había trabajado en recursos humanos. 
Pepe, por favor trata de ser breve sin entrar en detalles, sólo lo esencial. La última vez que nos relataste una de tus historias, a pesar de los esfuerzos, nos quedamos dormidos y nunca nos enteramos del final porque te fuiste ofendido solicita Rubén, como buen profesional de relaciones públicas.
Se mandó cambiar para no pagar el café indica el contador-auditor.
Dejen de hablar para escuchar lo que el testigo tiene que contarnos alega Miguel.
Considerando que quieren que les cuente lo que me pasó, voy a tratar de ser breve, si me extiendo un poco es por el bien de la historia, de esta forma ustedes se involucrarán más;  desde ya les adelanto que es especial —Pepe dibuja en el aire, con ambas manos, una silueta de mujer—, y que a más de uno le hubiera gustado vivirla. También debo pedir prudencia y que mantengan las normas de confidencialidad que rigen a esta cofradía.
Muchachos —dice Vicente—, por respeto a nuestro amigo y para llegar a nuestros hogares a almorzar y no a cenar, con el correspondiente malhumor de nuestras esposas, dejémosle hablar y el que interrumpa su relato paga una ronda de café a todos, ¿de acuerdo?
Buena idea dice Andrés y agrega con la precisión que caracteriza a un ingeniero—: y que el relato no se extienda más allá de ciertos minutos, en caso contrario, si excede el tiempo acordado habrá de pagar él una ronda de café el próximo miércoles, o cuando asista.
Si no hay oposición se timbra el acuerdo dice Miguel golpeando con el codo la mesa en señal de caso cerrado.
Un momento, ¿cuánto tiempo otorgaremos a Pepe? rectifica Vicente.
Vicente tiene razón señala Manuel y agrega—: considerando que ya es la una de la tarde y conociendo la eficiencia del trabajador, propongo que otorguemos a Pepe siete u ocho minutos para contar su caso.
Es muy poco tiempo, quince minutos sería lo mínimo y aún así tendré que saltarme partes reclama Pepe.
—Parece que esto va para largo, si queremos que nos sigan reservando mesas, pidamos otra ronda de café sugiere Vicente.
Mientras se hace un nuevo pedido, Eduardo que está sentado en el extremo opuesto a Pepe y que había estado concentrado en su teléfono inteligente, ajeno a la conversación de sus amigos, manifiesta:
Colegas, noticia de última hora, por favor presten atención a esto todas las miradas se concentraron en Eduardo, a quien consideraban un hombre ponderado, normalmente callado. Si pedía la atención era por algo que valía la pena escuchar, como lo había demostrado siempre desde su cargo en el área de planificación. Eduardo se ajusta los lentes, aclara la voz con un sorbo de la soda que le habían servido y comienza a leer—: Ha sido detenida por la policía  una mujer de treinta y ocho años, de complexión esbelta que vestía con ropa de marca y se dedicaba a embaucar hombres, principalmente de la tercera edad que conducían autos de alto valor económico. Para realizar sus fechorías recurría a distintas argucias, la más utilizada era convencer a su víctima de que necesitaba ayuda para salvar la vida, y, que era imprescindible que la trasladara de urgencia hasta su domicilio con el fin de que pudiera tomar unos medicamentos que había olvidado traer con ella. En el trayecto, según el testimonio de las víctimas de esta argucia, la presunta delincuente realizaba diversos movimientos en señal de que se sentía mal, pero que tan sólo eran para ir mostrando al desnudo partes de su cuerpo.  Una vez que llegaban a la dirección que había entregado la mujer, ella simulaba que se desvanecía, solicitando a su acompañante ayuda para llegar hasta el interior de la vivienda, donde después de ingerir una serie de cápsulas que imitaban medicamentos y que, según constató la policía sólo eran pastillas de menta o propoleo, procedía a utilizar sus encantos femeninos, para agradecer el favor que le había hecho su ocasional víctima. Todo terminaba con los dos teniendo actos sexuales, que dejaban extenuado al anciano durmiendo. El anciano, al despertar, se encontraba solo en la habitación y sobre el velador una tarjeta firmada por la mujer: “Gracias por el coche. No estuviste nada mal para tu edad.”.
»La policía estima que existen más casos que las denuncias hasta ahora recibidas, debido a la vergüenza de las víctimas y las posibles consecuencias familiares o de escarnio social.


Una vez que Eduardo termina de leer la noticia, todos ríen y opinan sobre lo acontecido, concuerdan que a ninguno de ellos les pasaría algo así, ya que son zorros viejos con mucha calle y, lo más importante, que no hay mujer que alguna vez los haya dejado extenuados. Creen que todas las víctimas de dicha mujer tendrían que ser “unos viejos calientes” y por tal motivo merecían lo que les había pasado.  En ese instante y sólo entonces se percatan de que Pepe no se encuentra ya en el café.

Alfonso Pino es chileno y hace unas semanas comenzó un ciclo de Coaching literario en línea. Este es uno
de los cuentos que ha escrito durante el ciclo de formación.
Ingeniero de profesión, Alfonso decide al fin aprender el oficio narrativo.