Google+ Taller de Escritura Creativa de Israel Pintor en España: Memorias de un Vaina, Manolo Martínez

Memorias de un Vaina, Manolo Martínez


A la misma hora que disparaban al presidente Kennedy, en Dallas, la  madre de Gumersindo daba el  último empujón para que éste naciera. Su  padre siempre pensó que ésta era una señal inequívoca. Su hijo sustituiría a un líder mundial, en el ciclo vital (esto parece El Rey León).
Gumersindo sólo tenía grande el nombre, de ahí, que toda la familia le llamase cosita linda, por amortiguar al despectivo cosita. Un cerebro que crece atendiendo a Gumersindo, o a cosita linda, estaba destinado a ser carne de traumas. De hecho, su primera visita a urgencias fue al traumatólogo. Gumer había intentado emular al abuelo de la Familia Monster, y saltó  desde la cómoda, desplegando sus piernecitas como si fuera un murciélago, pero no lo era. Posíblemente, el malogrado vuelo atendiese a que Gumer, siempre le había oído decir a su padre: Este niño llegará lejos.
Ese deseo empecinado de éxito, sería todo un calvario para el hijo del padre, al que  le gustaba exhibir, a Gumer, ante sus amigos y familiares, como una futura personalidad. Él siempre se sintió irrealizado, y por nada del mundo consentiría que su hijo, le sucediera en el trono de los hombres grises, de los irrelevantes, de los don nadie. Gumer no. Gumer era mejor y, además, estaba él para no dejarle bajar la guardia.
Mientras, Mary Quant, inventaba la escueta y demoníaca, minifalda, que traería  muchos disgustos, tras otros tantos gustos. Aquello de “haz el amor y no la guerra“, seguro que  surgió, tras ver en danza tanta pierna minifaldera.
Gumer, crecía entre los gritos de Pedro Picapiedra: ¡Viiiilmaaa, abre  la  puertaaaa¡ y la sugerente imposición de su padre: ¡Gumer tú serás el mejor¡
El primer intento fue meterle el gusanillo del toro. Por entonces se hacía millonario un pillo valiente que respondía al sobrenombre de El Cordobés.
—Mira hijo, si es muy fácil, das cuatro saltitos de rana, delante de 500 kilos negros y cornudos y, en los 20 minutos que dura la faena, ganas  el sueldo de dos años de tu padre. Venga, mira Gumer, así: ¡ehe toro, ehe...!
Pero, Gumer, no pasó de tres verónicas, con una servilleta de cuadros, en el cuarto camilla. Lloraba cada vez que papá se ponía los dedos en la frente para embestir.
Definitívamente, no sería nadie trascendental en el arte de Cossío. Claro que, dicen, que cada vez  que se cierra una puerta, se abre una ventana, y entonces, corrió el rumor de cómo, a Walt Disney, le habían congelado, poco antes de morir.
Al parecer, con esta técnica, podía uno descongelarse años después, una vez hallado el remedio para la enfermedad que te llevó a congelarte. La abuela de Gumer, siempre mantuvo que, congelar y descongelar, echaba a perder el pescado, aún así, el padre de cosita linda, vio un posible filón, si su hijo conseguía entrar, en la élite de los dibujantes  Era la llave a la congelación y descongelación, a la eternidad. Pero, entre otras trabas, el pequeño era daltónico. No era, precisamente, un aval para ser el número uno con los colores. En fin, otra puerta cerrada. Este niño le iba a provocar dolores de cabeza. No había asumido aún, el estropicio, cuando escuchó en el telediario, cómo un tal  Christian  Barnard, le había cambiado el corazón a un hombre. Sí, tal como lo oyen, y el tío seguía vivo, ¡con el corazón de otro! ¿Un trasplante? Y, que importaba el nombre de aquel prodigio, iba a ser una máquina de hacer dinero. ¿Cuánto podría cobrar por cada corazón? Sólo había un conque, ¿de dónde sacaría los corazones nuevos? Bueno, esas nimiedades, no iban a romper sus sueños de momento (La ostia, Gumer, tú serás cirujano, el mejor cirujano del  mundo, rumiaba su padre).
Primero llevaba a su hijo, todas las tardes, después de la catequesis, a la carnicería del barrio, para que cogiera destreza en el manejo de los cuchillos, destripando puercos.
Luego, pasó al segundo grado y,  cada vez que alguien moría en el pueblo (de muerte no natural) allí estaba el padre, dándole una propina al forense, para que le dejara presenciar con su hijo la autopsia. Había que familiarizar al niño con la cirugía, y que mejor forma que, observando el despiece de uno, que ya no tenía arreglo.
Tras cada disección, el pequeño Gu, se llevaba dos o tres días metido en la cama, vomitando, y llorando¡Qué bestia era papá ¡
Joder, el campo del triunfo cada vez se estrechaba más para un pusilánime como Gu.
Entonces, una canción, Benidorm, y la cara de tonto de Julio Iglesias, hicieron comprender al padre que La vida sigue igual, y que triunfar era sólo cuestión de insistir.
Ni Gu era más feo que Mick Jagger, ni parecía que fuese a ser más bajito que Raphael, ni siquiera más soso que Julio Iglesias. Había una única salvedad, el pobrecito no cantaba, graznaba. Como mucho, podría hacer los coros del  Je  t´aime moi non plus.
Cantante, tampoco. La cosa se iba poniendo negra.
Don Manuel Fraga (el demócrata popular –sic.), alertaba sobre el anarquismo, y la subversión, que imperaba entre los universitarios, por lo que impuso el estado de excepción en España tres meses. Entre tanto, Urtain, se ganaba la vida a puñetazos, y llegó a ser Campeón de Europa. ¿Gu, boxeador?, como no fuera de los pesos plumas...
En aquellos mismos tiempos, el F.C. Barcelona fichaba a un holandés que hizo soñar a Hispania con ser futbolista, Johann Cruiff. Cosita Linda, hubiera triunfado como pelotero, de no ser porque aquel tremendo porrazo desde la dichosa cómoda, no le permitía correr más de diez minutos sin resentirse, y, claro, los partidos duraban noventa minutos, sin contar los entrenamientos. En fin, que a Gu se le iban cubriendo “sus partes” de vello, y aún no había dado con su vocación, o mejor dicho, con la vocación de su padre. Él no tenía tiempo de buscar la suya.
Federico Fellini, estrenaba su nostálgica Amarcord, cuando nació Penélope Cruz. Si Fellini, hubiese intuido que, Javier Bardem se la comería, a Penélope, en Jamón, Jamón, seguro que hubiese esperado a Pe, para hacerla parte de sus recuerdos. Pero la vida no espera, como poco,  acelera, ¡y cómo¡
En  1975, media España lloraba. Algunos dijeron que era por la muerte de Franco, aunque la mayoría sabía que era por La Casa de la Pradera. Aquel año se estrenó El exorcista, Manolo Otero triunfaba en la canción, y se declaró como Año de la Mujer, como comprobarán, si no se muere, el caudillo, se hubiese suicidado.
¿Y Gumersindo Cosita Linda? Había dejado a un lado todos los sueños de su padre, y se dio cuenta, de que era un pobre hombre, huérfano de ilusiones. No tenía proyectos.
Era lo que sus amigos llamaban un vaina. Gumersindo Cosita Linda, el Vaina. Joder.
Ya era demasiado tarde para trazar planes. La vida era finita, y la suya también. ¿Cual sería su destino?  ¿Estaría en las páginas de un libro de Paulo Coelho? ¿Quizás aquella vecina solterona, que siempre le espiaba escondida tras el visillo? (¿Y el Corte Inglés, tendría su destino? Siempre que no encontraba algo, se lo topaba tras subir las escaleras eléctricas de los grandes almacenes, era algo prodigioso.)
Al final, decidió prepararse unas oposiciones, al fin y al cabo, todo el mundo lo hacía. Aprobó justo el día que cumplió los cincuenta y dos. A  los pocos años se acogió a un convenio de prejubilación, y ahí  anda, dejándose  llevar por las escaleras eléctricas del Corte Inglés, todas las mañanas y de lunes a viernes. No va a ninguna reunión de antiguos amigos, porque dice que no tiene tiempo. El cine le aburre, y la tele no digamos. Su vista ya no le permite apenas leer. El visillo de la casa de enfrente lleva varios meses sin despegarse del cristal. Dicen que siempre la quiso en silencio, y ella a él, pero, aquella ridícula cortinita, llena de encajes, y un vidrio, fueron el único escenario para sus encuentros.
—Si papá estuviera aquí ahora, seguro que me aconsejaba como morir —pensó Gumer en la soledad de una cama de hospital.

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